Suelo vincularme con gente bastante mayor que yo. Amigos de mi mamá, sobre todo. En los últimos meses, la mayoría de mis conversaciones deben haber empezado con algo como “es que estoy por cumplir 30…” y no hubo una persona que no se me riera en la cara. Obvio que se ríen. Ya pasaron los 30, los 40, los 50 y los 60. Algunos incluso pasaron los 70. Y ya sé lo que piensan. Creen que soy muy chiquita. Les da ternura que me aterren los 30. Incluso, en el fondo, se compadecen de mí porque no sé lo que me espera. Como digo, yo ya sé todo eso. Por eso me anticipo antes de que puedan esbozar un mínimo comentario: “sí, ya sé que tengo toda la vida por delante”. Eso es lo que digo. Pero en realidad no lo sé.
Esa es una de las cosas que aprendí a los 30, aunque creo que siempre lo supe: todo el tiempo pensamos que no tenemos más tiempo. Y cuando me lo dice alguien menor que yo, me río. Exactamente igual que los amigos mayores que mi mamá. ¿Entonces?
A los 30 también aprendí que jamás voy a dejar de sentir vergüenza ajena por lo que hice hace 4 o más años. Pero solo queda aceptarlo como lo que es y no pensarlo mucho.
Aprendí algo más, y eso sí que lo tomé hace muy poco. Se lo debo a un profesor, como muchas de las cosas que hoy forman parte de mí. Aprendí que el mundo es más increíble que cualquier ficción que se nos pueda ocurrir.
Aprendí que el arte no se entiende, se siente. Bah, todavía lo estoy aprendiendo. Porque también aprendí que soy un ser que razona demasiado, incluso lo que es mejor no razonar tanto.
Aprendí a conocerme a mí misma desde un lugar honesto, sin intentar engañarme.
Aprendí que no podemos pretender tener la realidad que tenían nuestros padres a los 30 en su época. No es realista y mucho menos en el contexto que nos atraviesa.
Aprendí que es absurdo pretender que una persona sepa a sus 18 años lo que quiere hacer para el resto de su vida.
Aprendí que una de las cualidades más valiosas que se pueden tener es la capacidad de vivir en el presente. Y también aprendí que se puede aprender a hacerlo.
Aprendí que familia de sangre no es sinónimo de incondicionalidad.
Aprendí que es imposible caerle bien a todo el mundo. Que suena absurdo, porque todos sabemos eso. Pero la teoría y la práctica son cosas muy distintas.
Aprendí que mi pasión no necesariamente tiene que convertirse en mi trabajo. Aprendí a ver mi trabajo como un medio económico para poder hacer lo que me gusta. (Obviamente con esto JAMÁS querría restarle importancia a lo bueno e importante que es ganar dinero haciendo lo que nos gusta, pero el punto es que podemos hacer lo que nos gusta siempre)
Aprendí que no existe perder tiempo. Todo pasa por algo.
Aprendí que no hay nada de malo en pedir lo que quiero. No todos pensamos igual, no todos queremos igual. Que alguien no haga lo que quiero de la forma en la que yo lo haría no significa que no me quiera o no le importe.
De la mano de lo anterior, aprendí que la comunicación es de lo más importante que existe en el universo, pero también es muy problemática. En la era de la comunicación masiva, comunicarse está cada vez más difícil. Hablamos claro y no nos entendemos.
Aprendí que no todos van a actuar como yo actuaría en su lugar, y está perfecto que así sea.
Aprendí que no puedo controlar nada más que lo que hago yo. Y lo sigo aprendiendo, porque es lo que más me cuesta en la vida.
Aprendí que si hice todo lo que estaba a mi alcance y no lo logré, al menos lo intenté. Y eso tiene que alcanzar.
Aprendí que sin esfuerzo no hay nada. Por más suerte o talento que pueda llegar a tener.
Aprendí que sigo sin saber absolutamente nada de la vida, a pesar de todo esto que aprendí.
Aprendí que me encanta aprender y que por suerte nunca dejamos de hacerlo.
Aprendí un montón de cosas más, pero si sigo no voy a terminar jamás.
Aprendí que me gusta mucho vivir para, entre otras cosas, un día poder hacer una lista de cosas que aprendí en un cambio de década y entender que ninguna vivencia fue en vano.
(Cumplo los 30 el 21 de julio, por si quieren saludarme ☺︎)
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