Hay un amanecer en tu piel, una geografía de suaves colinas y valles secretos que mis manos leen como un texto sagrado. Tu respiración, un mar tranquilo contra mi costado, es la única melodía en el silencio cargado de presagios que habitamos. Mis labios, en un viaje lento y deliberado, trazan el arco de tu cuello, descubriendo allí la sal de tu existencia y el temblor involuntario que delata el torrente que recorre tus venas. Eres un fruto maduro bajo el sol de mi mirada, y cada centímetro que recorro es una revelación.
Tu cabello, una cosecha de trigo ondulado bajo un viento invisible, es una cascada dorada entre la que me pierdo. Huelo a verano en él, a campo bajo la lluvia, a la promesa de lo silvestre. Enredo mis dedos en esa seda enredadera y te inclino hacia atrás, exponiendo la ofrenda de tu garganta, un acto de fe que acepto con un gemido ronco. Y entonces, tus ojos… esos dos soles líquidos de miel caliente en los que me disuelvo. No son sólo para ver; son para beber, para ahogarse en su profundidad áurea. En ellos leo el deseo que refleja el mío, un fuego compartido que convierte el aire en algo espeso, difícil de respirar. Me observas desde ese lugar de inteligencia y ardor, y en tu mirada me desnudo por completo, más vulnerable que nunca.
Mis manos, cartógrafas de este delirio, se cierran en la curva suave de tus caderas, poseyendo su ritmo, marcando un compás ancestral. Siento el latido de tu sangre bajo la fina tela que nos separa, un tambor lejano que llama a la guerra y a la paz al mismo tiempo. Después, mis palmas suben, trazando la estrecha senda de tu cintura, hasta encontrar el peso dulce de tus pechos. Allí, el mundo se detiene. La yema de mi dedo roza, con una devoción infinita, el pétalo erecto que corona tu pecho, y un jadeo tuyo, breve y afilado, se clava en mi alma. Es el sonido más puro que he escuchado, la confirmación de que este hechizo nos posee a ambos.
Te giro hacia la penumbra, y la línea de tu espalda es un poema largo y sinuoso que mis labios memorizan. Cada vértebra es una sílaba, cada músculo tensado un acento de placer. Mi boca baja hasta la base de tu columna, donde el deseo se acumula en un remolino de energía, y siento cómo todo tu cuerpo se arquea, una cuerda de arco a punto de lanzar una flecha al cielo. No hay prisa. Este ritual es lento, un despiece minucioso de cada sentido, un alquimia donde la piel se convierte en espíritu y el espíritu en un animal hambriento.
Cuando al fin te abro, es como encontrar la fuente de todos los ríos. Eres un cáliz de humedad y calor, un jardín nocturno en flor cuyo perfume me embriaga hasta la locura. Mi avance es una pregunta, y tu cuerpo, sabio, da la misma respuesta en un susurro mojado y profundo. Nos movemos en un ritmo que no es nuestro, sino del mar, de las mareas, de la tierra girando sobre su eje. Tu interior es oscuridad aterciopelada y contracciones de luz, un abrazo que me succiona, que me reclama entero. Tus uñas se clavan en mis hombros, sellando un pacto, y tus ojos de miel se nublan, mirando hacia dentro, hacia el vértigo que compartimos.
Jadeos, murmullos, el crujido de las sábanas… una sinfonía de lo carnal. Tu nombre en mi boca ya no es una palabra, es un hechizo, una plegaria. Y cuando la tormenta final se acerca, siento cómo te tensas bajo mí, cómo tu grito se ahoga en el hueco de mi hombro, y un río de miel caliente inunda mis sentidos, desatando a su vez mi propia y violenta liberación, un terremoto que me fractura y me recompone al mismo instante.
Quedamos después, entrelazados, respirando al unísono el aire cargado de nosotros. Tu cabeza sobre mi pecho, tu cabello de oro esparcido como un halo. Tus párpados, cerrados, tienen la paz de lo sagrado. Y en la quietud, sé que no hay dios ni paraíso más verdadero que este: la geografía de tu piel, el silencio después del grito, y la miel de tus ojos, ahora cerrados, grabada a fuego en la noche que nos envuelve.
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