La casa está en silencio, por eso los fantasmas rondan.
Suspiran alrededor de su cabeza, volando arriba y abajo como un barrilete errante. Son veloces y dejan, a su pasar, una estela de incomprensibles susurros, apenas audibles. La rozan, quieren tocarla, se acercan más de lo que deberían con su vaporosa y fría incorporeidad, mas no causan estremecimiento. Están jugando.
La casa nunca está en silencio. La construyeron hace añares y poco a poco fue cobrando vida, nunca duerme, no descansa nadie en esta casa que ruge, gime y ronronea sin cesar. El ambiente habitual se compone de zumbidos de mosquitos como cazas del ejército estadounidense invadiendo un desierto desolado, haciendo vibrar las ventanas con su vuelo; el motor de la heladera, roncando constantemente, sufriendo por enfriar lo que enero arde; las paredes y escalones chillan, crujen y se desarman en lamentos de soportar el peso de los pasos y del viento; los ventiladores soplan, asmáticos, silbantes, el aire caliente que colma las habitaciones; el tic tac del reloj no es más que una gotera que retumba, que agobia marcando cada segundo que pasa. El tiempo es espeso y ensordecedor, imposible de pasar inadvertido.
Y además, están los animales. Las uñas largas de los perros viejos golpean y raspan, resbalan y frenan, marcando el compás desincronizado de esa sinfónica del sufrimiento, acompañada del crepitar de las cucarachas buscando un nuevo hueco donde desovar, un paquete de comida que romper. Es escandaloso el trabajar de las cucarachas.
Ella se sienta, todos los días, en el mismo lugar de la mesa. Para el desayuno, acompañada del aullido de la pava; para el almuerzo, del jadeo babeante de los perros. Luego se va a trabajar y no regresa hasta la noche, cuando vuelve a sentarse en el mismo lugar para la cena. Extenuada, deja caer sus diez mil kilos de cansancio en esa silla, que gimotea al recibirla. Come con una mano mientras con la otra se sacude los mosquitos, la luz apagada, la mirada fija en la TV. Treinta voces discuten, maldicen y se gritan a la vez, son el coro de las noches. Ella se va a la cama con la tele prendida, mientras las paredes de la casa se derriten de calor, tierra y pelos.
Tic, tac. A la mañana siguiente se levanta, los perros fieles persiguiéndola atrás, pone la pava, no apaga la tele, se sienta. Ya no recuerda hace cuánto que vive allí.
Tic, tac. Se va a trabajar, se queja la puerta, la persigue el zumbido seis cuadra más. Camina aturdida.
Tic, tac. Llega a cenar, patina el tenedor sobre el plato haciendo doler los dientes. La gente de la caja discute más fuerte que ayer. Se va a dormir.
Se levanta, la pava silba.
Se viste, el placard rechina.
Se va, la llave grita de placer en la cerradura.
Tic, tac.
La lamparita palpita y ella sigue sentada en la misma silla. La temperatura aumenta, la heladera no da abasto, tiembla en el rincón haciendo tintinear las botellas de vidrio en su interior. Los ventiladores niegan mientras soplan todo el aire que puede soplar un niño sobre su torta de cumpleaños, cuando no consigue apagar el fuego. Un mechón de pelo de perro flota por el aire, indeciso. Y ella está cansada, y se pregunta ¿hacé cuánto que vive así?
Tic.
Las arterias de la casa son de plomo y a veces se las puede escuchar toser entre los revestimientos de las paredes. La casa también está cansada, y enferma todo lo que come.
Tac.
La última gota cayó con un estruendo tan ensordecedor que un pitido agudo la prosiguió durante unos segundos. Cayó como una bomba, inesperada e inevitable, explotando en mil partículas al contacto con la superficie. Arrasó con toda forma de vida, provocó un hongo de silencio nunca antes experimentado, y ella, tomada por sorpresa, en su silla, se desorientó.
Entonces, en el silencio inconcebible de esa noche, despertaron los fantasmas, enfriando la transpiración de la casa, estirándose los años dormidos, provocando escalofríos en las nucas de hasta las cucarachas. Rondaban y jugaban.
El silencio se volvió tan denso, que ella lo sintió como dos manos heladas apretando los costados de su cara. Por un ínfimo momento, se dejó refrescar. Los fantasmas, ante semejante acto de entrega, la acompañaron en la mesa. Ella los miró, uno por uno, respirando hasta las profundidades de su pecho, con sus manos aún sosteniendo las manos invisibles en su cara, cuyo gesto de fatiga infinita estaba siendo lentamente reemplazado por otro.
La forma final fue de horror. El pánico se apoderó de su cuerpo, cortó su respiración de cuajo con una violencia criminal. Arrojó un vaso a la otra esquina de la mesa y millones de vidrios salpicaron las baldosas. Se levantó tan bruscamente que la silla cayó hacia atrás, pegando al suelo como un hachazo. Huyó desesperada, en busca de alguna canilla, que abrió y cerró frenéticamente, logrando falsearla de su base, hasta que escupió un chorro de agua marrón, olorosa, y sintió el sofocante alivio. Había reanimado a la casa.
Los ventiladores volvieron a balancearse, la heladera se prendió dolorosamente, carraspeando como un viejo a la mañana; los perros se rascaron el pelo mugriento, volaron las pulgas, corrieron las cucarachas entre las bolsas de pan viejo. La mancha del escupitajo de la canilla despedía un olor ácido, que se fundió con el calor para integrarse para siempre a la atmósfera de la casa.
Ella se pasó la mano por la frente bañada en sudor pastoso, mirando alrededor.
Tic, tac. Se sienta en su silla.
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