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Llorar en un baño público

Aug 7, 2025

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Llorar en un baño público
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Nada se parece más a la soledad que llorar en un baño público.

No en el de tu casa, donde al menos puedes colapsar,

sino en ese cubículo frío donde abres la llave del agua

para que el sonido cubra el derrumbe.

Una se sienta en la taza y ruega que nadie toque la puerta.

Las grietas del rostro se endurecen bajo la luz blanca.

Y si alguien interrumpe —toc toc—

no rompe la puerta: estalla lo que aún sostenía el alma.

Aprendí que llorar en público te convierte en blanco fácil

de quien quiere destruirte o alegrarse de verte mal,

así que me entrené en esos cuartos diminutos,

donde los azulejos son testigos mudos

de lo que no nos atrevemos a decir con palabras.

Te lloré en varios baños públicos

porque no quise instalarte en el de mi casa.

Temí que te volvieras rutina.

Y eso… me habría matado.

La primera vez que el llanto fue brutal

fue en la regadera del gimnasio.

Ahí estaba mi reflejo, desnudo, ausente,

y supe que ya estaba sola otra vez.

A veces imagino que tú también lloras en un baño.

No por mí, claro.

Pero los azulejos seguro han visto tu versión más humana.

Otras veces te imagino conduciendo.

Estoy segura de que mi suspiro se cuela por la ventana

y viaja contigo.

Quiero creer que, kilómetro a kilómetro,

vas tirando trozos de mí por la carretera.

Como cuando jalas la palanca del baño y sigues con tu vida.

Qué fácil fue reemplazarme, ¿no?

Mientras yo lloraba en un baño de la Patagonia.

Ese llanto fue breve: había una fila larga.

Quizá por eso las mujeres tardamos más.

Quizá por eso vamos acompañadas:

para que ninguna se desborde más de lo necesario.

He pensado que en ciertos bares y restaurantes

hay mujeres que cuidan los baños con tanta delicadeza

que hacen un trabajo de contención

más grande que cualquier terapeuta.

Salimos con una inhalación profunda,

nos lavamos las manos como si eso quitara la vergüenza.

El jabón huele a flores que no recibimos,

o que llegaron cuando ya era tarde.

Y ahora son máquinas las que secan nuestras manos.

Antes, al menos,

una mirada desconocida nos sostenía un poco más.

Hoy, cuando veo automatización,

prefiero secarme en la ropa.

Al menos esa, sí sabe quién soy.

Montserrat Peralta

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