Yo no quería ser yo pero tuve que serlo.
Viajo y muero para conocer algo que tenga sentido con quién verdaderamente soy,
Pero no sé quién soy.
Me gusta la poesía porque me gustan las palabras aunque no las creo.
Las escucho asumiéndome víctima encantada de una ficción bien organizada.
“La verdad no es decible”, leí.
Heridas por todos lados que no se van
me hacen acordar a cómo era mi infancia:
una película de supervivencia a capa y espada
con la banda sonora de gritos hostiles y adjetivos maleducados.
No había nadie cerca así que ahora hasta yo me abandono.
Me cuido sola, nunca llamo a nadie,
nunca digo que vivo la vida atrapada en esa sensación
de cuando me dejaban con la sensibilidad ardiendo,
devorando lágrimas derrotadas que me hacían sentir tan extraña y dolorida.
La psicóloga dice que no sé hablar de amor pero sí de pánico,
yo solo hablo de las cosas que conozco.
Es verdad que no sé sostener la mirada
y que me lo han perdonado.
Mi propio montaje es la risa,
ese mecanismo de defensa para que nadie vea lo que reflejan mis ojos:
un intenso rechazo no resuelto.
Algo que hace que los demás me quieran con un poco de ternura
buscando esa compasión que puedo brindar.
“No sé si soy una persona triste con vocación de alegre”, escribió Benedetti
y un poco me lo apropié.
Conversaciones con la neurosis me dicen "nunca vas a poder arreglar esto".
No soy una persona para quedarse, para querer.
Solo parezco digna de esos momentos, como los que le daban a la niña
que hoy se hace responsable de lo que le tocó:
cinco minutos de dudoso cariño con condiciones
y toda una vida de desapego, violencia, discusión, ausencia.
Y todavía siento culpa por decirlo: odio que esta haya sido mi historia,
odio esos días que no van a volver
porque ya quedaron escritos.
Odio estar hecha de estos recuerdos.
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