La primera vez que la vi (ella seguramente me
vió a mí primero) estaba parada, expectante,
con la mirada perdida fijada en el cielo. Fue
justo después de haber tenido un accidente un
tanto trágico en medio del tránsito (un colectivo
se llevó puesta mi bicicleta y, por ende, a mí con
ella). Llevaba puesto su característico vestido
blanco, arrugado y gastado. Su piel parecía
transparente, como los papeles que se usan para calcar. Las ojeras profundas le hacían pensar a uno que no dormía hace días, o semanas. Pero a mí me cautivó casi al instante.
Observándola ahí, inexpresiva, como perdida
entre las luces, los gritos y la gente corriendo de
un lado a otro.
Tenía la necesidad de acercarme a ella (claramente no hubiera podido aunque quisiera, ya que estaba tendido en el suelo con una pierna fracturada y una contusión cerebral), como si me atrajera su presencia por sobre cualquier otra. Pero tenía miedo, no sabía exactamente de qué. Por un instante, temí que ella se asustara si intentaba llamarla. Pero luego me rescaté de aquella absurda suposición. Claramente el atemorizado era yo, y estaba buscando alguna excusa para escapar del torbellino de emociones que se me abalanzaron al verla. ¿Cómo se llamará?, ¿qué hacía allí sola?, ¿por cuánto tiempo habría estado parada en ese lugar?
Desvié la mirada un momento para apreciar
toda la multitud de gente alrededor de mi
cuerpo tirado como una bolsa de papas,
haciéndome interrogatorios e intentando
asistirme de forma bruta e inexperta, y, cuando
me giré nuevamente hacia su dirección,ya
no pude encontrarla, como si hubiera
desaparecido o, incluso peor, como si nunca
hubiera estado allí en realidad.
Me quedé atónito. Hasta consideré la posibilidad de estar alucinando. No podía creer lo que estaba viviendo. ¿Que acaso nadie a mi
alrededor notaba su ausencia repentina? ¿Era
el único que se desvivía por saber qué le habría
ocurrido? Evidentemente la gente ya no presta
atención a su entorno cuando camina por la
calle, pensé.
Aquel extraño acontecimiento me quitó el sueño
el resto de la semana en el hospital. Y durante
el día no hacía otra cosa que intentar hallar
una respuesta a lo sucedido, o cualquier tipo
de información sobre esa mujer. Necesitaba
saber qué había sido de ella. Pero nadie que
haya estado en el momento del accidente podía
recordarla.
No fue hasta algunos meses después, ya cansado y casi convencido de que estaba loco de remate, que volvió a aparecerse. Esta vez en mi baño, cuando yo estaba saliendo de ducharme y me resbalé dentro de la tina. Me golpeé la cabeza con rudeza, y quedé atontado por unos instantes. Sentí las gotas de sangre deslizarse por mi nuca. Me coloqué la toalla sobre la herida, haciendo presión para interrumpir el sangrado. Eventualmente llamaría a emergencias, pero por el momento solamente
podía mantenerme sentado esperando a
estabilizarme lo suficiente como para poder
ponerme de pie.
No se imaginan el susto que me provocó
verla, parada en la esquina contraría,
observando vaya uno a saber desde qué
momento.
"¿Cómo entraste?", le pregunté. Pero no hubo respuesta. En ningún momento escuché su voz.
Y había tanto que quería saber sobre ella,
tanto tiempo dudando sobre su existencia,
y anhelando el momento de concretar
nuevamente para poder quitarme el peso
de todas las dudas de encima. Pero en aquel
momento lo único que quería (y podía) hacer
era admirarla relajadamente desde mi posición
de hombre moribundo tirado en su baño. ¡Qué
horrible es morir uno en su baño! Siempre temí
la posibilidad de golpearme al salir de la ducha
y morir desnudo, ¡qué muerte tan ridícula, dios
santo! Por suerte, no fue la mía.
Pasaron alrededor de veinte minutos hasta
que pude recomponerme lo suficiente como
para pararme y acercarme a ella. Mi corazón
latía con tanta fuerza que pensé que podría
detenerse repentinamente. Me miró con esos
ojos apagados y absorbentes. Se acercó tanto
que podía incluso sentir su respiración. Era
lenta y pausada. Chocamos las narices, y
finalmente pude sentir su piel suave y fría
contra la mía. Me tomó el rostro con sus manos
huesudas y hundió sus finos labios en los míos.
No recordaba haber estado más emocionado en
mi vida. La tomé de la cintura y la traje hacia mí
con intensidad. Estaba alucinando con el placer
que me provocaba tenerla conmigo. Deseé que
jamás se fuera, que jamás dejara de besarme, y
que esos instantes se vuelvan eternos.
Pero, en lo que parecieron segundos, me
encontré a la mañana siguiente, sólo, en el piso
de mi baño. No recordaba cuando me había
dormido, o cuándo se había ido ni por qué.
Ya no soportaba la incertidumbre hasta volver a
encontrarla, si es que habría una próxima vez.
Las semanas pasaban y la monotonía de mi
vida me abrumaba increíblemente. Después
de conocer el encanto de esa mujer, el resto del
mundo carecía de atractivo alguno.
Y así fue como, lleno de vacío y penumbra, y
harto del ritmo insulso de mi vida, decidí dejar
de esperarla y buscarla por mis propios medios.
Tenía una ligera idea de cómo hacer que
aparezca delante de mí. Si no llegaba a resultar
pues, honestamente, no quedaba mucho más
por intentar, pero tampoco tenía nada que
perder.
Subí una noche a la terraza de mi departamento
y trepé a la cornisa. Al mirar hacía abajo se me
revolvió el estómago. Alcancé a ver un par de
personas caminando como si fueran hormigas
en la tierra. Y, ¿qué era eso? ¿Un perro?
Tranquilamente podría ser un caballo y verse
igual de diminuto.
Decidí dejar de distraerme, dejar de pensar
en absoluto. Lo mejor iba a ser actuar lo más
rápido posible, sin meditación previa. Pero,
aparentemente me encontraba tan inmerso en
mi mente que no me rescaté de su presencia a
mi lado. ¿Será que nunca podré evitar que me
sorprenda?
Me sonrió y le devolví el gesto. ¡Cómo había
extrañado aquella sensación de adrenalina al
mirarla a los ojos! Juro que sentí más euforia
al darle la mano que al treparme al borde de la
terraza.
El resto del mundo se disolvió como en los
sueños. Y ahí nos encontrábamos, los dos juntos al fin, para no volver a separarnos.
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