Ya estoy acostumbrada al blanco vacío de esta habitación, al silencio que retumba como un eco sin origen, a este encierro flotante donde lo único que cambia es el cielo detrás del vidrio: un cielo que ya no reconozco como parte del mundo, sino como una pintura perpetua de nubes deshechas, con formas que imitan nebulosas y destellos intermitentes que bien podrían ser explosiones, fuegos lejanos, o simples latidos moribundos del universo. Sigue. Y sigue. Y sigue. Este espacio que compartimos, tú y yo, aunque ya no estés, aunque nunca estés. Este hogar donde, por algún pacto no dicho, me tocó ser el sol. El que arde, el que permanece, el que tiene la obligación de sostenerlo todo con su calor, incluso cuando no hay nadie que lo mire. Mi tarea, según esa vieja metáfora, es resguardar lo que vive y lo que no. Pero la metáfora está podrida. Suena cursi. Me suena ajena. Porque tú no me dejaste jardines ni ciudades ni criaturas que florezcan bajo mi luz: me dejaste civilizaciones muertas, escombros, polvo estelar. Y mientras observo ocaso tras ocaso con tu nombre mordiéndome la lengua, te veo salir, apenas me oculto, como si fuera parte de algún ciclo cruel y coreografiado: tú, blanca, llena, intacta; yo, agotada, eclipsada. Y tú ahí, suspendida, perfecta, mientras todos te celebran. Pero para mí, todos los días son eclipses solares.
Odio tener que volver a estas imágenes. Odio cómo la estética se me impone, cómo esta forma de nombrar lo que duele se convierte en mi única defensa. Pero es lo que hay. Es lo que habita en mí. Es lo que he aprendido a usar como forma de sostenerme. Idk. Ahora estoy sentada aquí, en el mismo escritorio donde alguna vez tejí palabras para ti como quien construye altares. Aquí nacieron cartas, versos, ofrendas. Aquí aprendí a fabricar belleza con las manos torpes, a pesar de la ausencia, a pesar del silencio. Todas mis musas pasaron por aquí, incluso las que solo existieron en mi cabeza. Pero tú… tú fuiste la única que se quedó incluso cuando ya no estabas.
Y mis ideas no mueren. No sé si son buenas, si tienen valor más allá del momento en que brotan, pero persisten. Y aunque lo que escribo no cure, ni consuele, ni transforme nada, ponerlo en palabras es mi forma de respirar. Lo pienso mientras mis dedos golpean el teclado como si fueran tambores rituales, como si cada pulsación pudiera sacarme algo, como si escribir bastara para dejar ciertos puntos en claro.
Pero, ¿qué sentido tiene aclarar algo si tu presencia nunca va a asomarse por aquí?
Esto lo asumí desde el principio, desde que comenzó este pequeño juego caprichoso entre tú y yo. Supe que, aunque eras incapaz de articular una sola frase completa cuando se trataba de mí, podías gritar mi nombre al mundo entero con canciones. Hay algo casi trágicamente gracioso (o graciosamente trágico) en tu habilidad para encontrar artistas que dicen con exactitud quirúrgica lo que tú no puedes escupir sin que se te enrede en la garganta. Así es como extrañas. Así es como te comunicas. Mientras para los demás sigues siendo esa figura que pasa desapercibida, esa sombra que apenas roza los bordes de una habitación, yo veo la insistencia con la que te aferras a las letras de otros porque sabes que hay partes de ti que jamás vas a poder pronunciar en voz alta. No sin romperte. No sin que tiemble el suelo.
Podría haberme dejado llevar por la ignorancia, haber escrito en el vacío sin detenerme a mirar qué era lo que realmente sentías. Pero tomé tu receta como si fuera una prescripción precisa para una dolencia invisible. Estudié cada canción que compartiste como si fueran comprimidos destinados a calmar esa ameba que, según tú, carcome tu pensamiento con mi nombre como núcleo. Lo hice con una mezcla de ironía y devoción, como una científica emocional desesperada por encontrar cura a algo que tal vez no debía curarse. Y me sigue pareciendo curioso y casi ridículo, que entre todas las personas que dijiste haber amado, nadie le haya dado tanto peso a ese dato que tú subrayabas como si fuera una verdad ineludible.
Si ese es tu idioma de amor: una lengua de terceros, cifrada en pausas musicales, comas estratégicas y versos que parecen inocentes para cualquiera menos para mí ¿qué no habré hecho yo para aprenderla? Para nacionalizarme en ese terreno inhóspito y lograr traducir lo mío en tu sintaxis ajena. Lo que para el resto era un susurro, para mí era una alarma. Porque no solo escuché: interpreté. Cada respiro antes del coro, cada nota quebrada, cada verso que parecías lanzar al azar pero que, al oírlo con atención, era una confesión a medias. Mientras todos los demás te tomaban por liviana, por estable, por distante, yo sabía que Luna fruncía el ceño en silencio y repetía en bucle aquella canción que confesaba, sin metáforas, que una sola palabra bastaba para desmoronar años enteros de tus esfuerzos por sostenerte.
Así que dejo que la impotencia me domine. Qué otra cosa podría hacer después de un año entero intentando hablar tu lengua, arrastrando sílabas que no me pertenecían, buscando con torpeza dejar pedacitos de mí entre canciones ajenas como tú lo hacías, con la esperanza de que, si imitaba tu método, si me desnudaba de esa forma, tú también entenderías que me desgarraba. Que también me rompía. Que dolía igual. Nunca fui buena con las letras; me apegué desde siempre a las melodías instrumentales, a las cosas que no dicen nada porque dicen todo. Y, sin embargo, no sé cómo llegué a memorizar un repertorio entero de artistas independientes, de voces efusivas, de letras casi histéricas en su emoción, solo para ver si podía encontrarme en ellas como tú te encontrabas. Como tú te justificabas. Tal vez, pensé, si hacía eso, tú podrías entender que me arrastraba con la misma fuerza que tú fingías no sentir.
Pero ¿qué obtuve a cambio? Ausencia. Me dabas atención, sí, pero desde lejos. Desde tan lejos que dolía más que si no existieras en absoluto. Me dabas tu presencia a través de una pantalla, de una playlist, de una indirecta disfrazada de gusto musical, y a cambio yo no recibía ni un gesto mínimo, ni una mirada hacia abajo, hacia lo que estaba ocurriendo a tus pies. Nadie miró debajo de la mesa, donde la gata se pudría bajo la lluvia fría, esperando. Nadie notó la llama que temblaba por no extinguirse bajo el viento helado que azotaba la ciudad como tus silencios. Me acostumbré a ese silencio, sí. Me lo tragué como pastilla diaria. Pero nunca me arrancó la esperanza de que tú también lo intentaras. De que recordaras. De que aparecieras.
Y entonces, el chirrido oxidado del fierro que sostiene la puerta de mi cuarto. Un sonido lento, raspado, antiguo. Se abre.
Y estás aquí.
Estás aquí, viéndome. Estás de pie frente a mí, pero finges mirar hacia el techo.
Miro la hora. Han pasado seis meses exactos desde la última palabra. Qué fascinante precisión la tuya —de todas tus inconsistencias, la puntualidad emocional es la única constante. Desde hace cuatro años reapareces así, en ciclos de seis meses, como un reloj enterrado que aún insiste en latir bajo tierra. No importa lo que cambie. Siempre vuelves, justo cuando el calendario da media vuelta.
Y encontraste mi lugar secreto.
Está bien. Me lavo las manos de todo esto. Estoy aquí, mirándote sin bajar la mirada, porque sé con la certeza de lo vivido que he cumplido mi palabra. No he vuelto a buscarte. No he escarbado entre sombras digitales, no he gritado tu nombre en noches que me hubieran dado la excusa. Y tú tampoco me has buscado. No directamente. Solo de esa forma tuya: lateral, intermitente, insinuante. Como quien lanza piedritas a la ventana pero se esconde detrás de un muro antes de que alguien asome la cabeza.
Volvemos a este juego que conocemos demasiado bien. Nos quejamos la una de la otra como si nos debiéramos algo, como si pudiéramos exigir explicaciones por dolores que no queremos asumir. Nos medimos el sufrimiento con la cinta métrica torcida de quien no quiere ganar pero tampoco perder. Me ofreces atención en pedacitos, a través de gestos imprecisos, palabras ajenas, canciones recicladas. Y me hierve la sangre. No por lo que das, sino por cómo eliges darlo. Siempre como quien no se quiere ensuciar las manos.
Y por favor, no digas ahora ,ni lo pienses siquiera, que te sientes usada, que en mis poemas eras “la musa con el cuerpo fétido que yo arrastro para seguir escribiendo”. Esa frase, con toda su carga teatral, sería la declaración más hipócrita que podrías esbozar. No después de salir con otras personas. No después de posar tus ojos en cuerpos nuevos mientras aún no podías evitar que mi nombre se desliza en tus listas de reproducción. Lo vuelvo a repetir: sin dramatismo, sin flores. Ya no hay lugar en mí para la condescendencia. Me deshice suficiente en versos. Fui cuerpo abierto. Ya no más.
Tú tienes tus formas. Usas tus emociones para hacer inventarios sentimentales, listas de canciones como termómetros de tu alma. Yo también tuve que hacer algo con lo que sentía. Y sí, lo convertí en literatura. No fue un acto heroico. Fue necesidad. Fue una manera de no ahogarme.
No vengo a elogiarte. No vengo a reprocharte. Tus logros te pertenecen, y no pienso ensuciarlos con mi sombra. No voy a atribuirme ningún lugar en tu avance, ni a pedirte lugar en tus celebraciones. Del mismo modo, mis procesos me pertenecen. Si hay algo que aprendí, es que la sanación es personal. La soledad, también. Si hablo ahora, no es para pedirte cuentas. Es porque el veneno no se evapora si se traga. Y el mío me ha estado quemando la lengua.
Podría llamarte muchas cosas, pero no lo haré. Y si me acerco, si extiendo la mano, no es para tocarte: es para taparte la boca antes de que digas eso que estás por decir.
“No tienes ningún derecho. Yo tengo derecho a rehacer mi vida.”
Por supuesto que lo tienes. No lo discuto. No lo niego. No quiero quitarte ni una gota de tu autonomía. Pero existe una grieta que no puedo obviar. Una contradicción brutal. Porque tú rehaces tu vida mientras sigues tiñendo canciones con mi nombre, adjudicándome el peso de tu tristeza, haciéndome autora de tus ruinas, pero me niegas a mí la posibilidad de usar ese mismo dolor como materia prima. Tú puedes transformarlo todo en melodía, en indirecta, en fuego. Pero si yo lo hago, entonces soy cruel. Entonces soy exagerada. Entonces debo “no tomármelo tan a pecho”.
Y lo hice. Lo juro. Intenté no tomármelo a pecho. Pero si algo me ha marcado hasta este punto, no me pidas que lo entierre. No me pidas que me calle.
Si esto fue mi herida, entonces también es mi tinta.
¿Curioso, no? Se han volteado los papeles. Recuerdo con una claridad cruel la forma en que me gritabas por esto mismo, acusándome de hacer lo que tú también hacías, pero que en ti, según tus propias reglas, estaba mal. Y lo más irónico de todo es que tenías razón. Desde que tus palabras cayeron como cristales rotos sobre mis límites, aprendí a no cruzarlos. No lo he hecho. No de forma directa. Pero me sorprende, incluso ahora, la manera en que torces tu propio discurso cuando puede servirte, cómo sostienes principios con una mano y los doblas con la otra. Qué triste, verdaderamente triste, encontrarme hablando así de la persona a quien alguna vez amé con tanta devoción, con ese ardor que solo puede ofrecerse una vez en la vida.
Pero la pasión se desvanece, y se evapora con más fuerza cuando tu mayor deseo se cumple. ¿Lo recuerdas? El mismo que dejaste caer como una broma sin risa en aquella noche de navidad: “Y si no me amas, voy a enamorarme de alguien igual que tú, y darte tantos celos hasta que me odies.” En su momento no lo comprendí, pero las palabras se quedaron dormidas en algún rincón de mi memoria, esperando el momento exacto para despertarse. Y despertaron. Fue cuando vi el nombre de tu nueva amante, cuando sentí que el suelo se deshacía bajo mis pies, y aún así, alcancé una pequeña lucidez. La lucidez amarga de quien por fin entiende que ha sido herida con intención.
Qué logro el tuyo, porque lo conseguiste. Me hiciste odiar lo que antes adoraba. Hiciste que, cuando suena Zoe de Luna, ya no piense en ti. Pienso en mí. En Katherine. En cómo da amor de nuevo, en cómo vuelve a crear, con esa misma ternura que una vez reservó para ti. Y me pienso de nuevo sobre mí, hablando con fuerza sobre mí, después de tanto tiempo haciendo de mi mundo una extensión del tuyo.
La pasión también se apagó cuando vi que tu nueva amante te ofrecía ese tipo de amor que tanto anhelabas, ese que siempre dijiste que nadie sabía darte. Y lo entendería, de verdad que sí, si fueran meses de relación, si hubiera historia, raíces, si al menos el tiempo les hubiese permitido nombrarse algo. Pero no. Eran apenas dos días. Dos días, y ya tu entrega. Dos días, y ya el reemplazo. Se apagó, también, cuando descubrí que no habías recordado mi cumpleaños, esa fecha que repetí tantas veces, casi como un conjuro, esperando que se fijara en tu memoria. La cereza del pastel es, por supuesto, ver que el día de mi cumpleaños…. Un nuevo nombre junto al tuyo me termino de quebrar.
Claro, que es llo que significa enterarte, el día en que naces, que la persona que más amaste pisa ahora el recuerdo de tu amor para levantar con él una nueva musa, como si lo anterior no hubiera sido más que una etapa, una maqueta, un borrador mal hecho. Qué decepción tan delicada, tan fina, tan precisa, tan tuya.
Así que mientras lees esto, mientras escuchas la voz que fui, quiero que sepas que no deseo nada de ti. Que me he envuelto en la nostalgia, sí, en el eco cálido de nuestras conversaciones sin rumbo, en tus historias sobre tu gato que no dejaba de maullar por las noches, en los personajes que inventabas inspirados en culturas orientales que yo no alcancé a aprender porque estaba ocupada entre deberes y agotamiento. Y aún así, ahí estaba tu espíritu, complementando el mío, siguiéndome en cualquier idea disparatada, como si no supieras decir que no. Y sí, Sua de Alien Stage aún me recuerda a ti, pero ya no con dolor. Ahora con distancia.
Ya no quiero que mi vida sea una sombra de la tuya. Mantente lejos. Podría pedirte que borres todo lo que dejé en ti, que retires mi nombre de tus metáforas, que dejes de cantarme con otra voz. Pero ya aprendí que no haces caso. Que no escuchas lo que no te conviene oír. Así que haz lo que quieras. Vive lo que quieras. Solo te pido una cosa: disfruta, y no de forma superficial. No te quedes flotando. No me recuerdes como un fantasma en tus listas de reproducción.
Y sobre todo, cierra la puerta. Me cansé de hablarte por indirectas, de responder a tus suspiros encubiertos, de habitar la atmósfera opaca de tu ausencia como si fuera mi clima natural. Extraño el sol en la piel. Extraño mis ideas sin espectadores. Extraño mi mundo cuando aún no tenía que traducirse para que tú lo entendieras.
Shuu, shuu. Sal de aquí. Este espacio es íntimo. Y solo mío.
P.D: Ah, por último. Como pequeña curiosidad… ¿recuerdas cómo fantaseábamos de niñas con vivir en la misma ciudad? O con que yo viajara a verte algún día. Lo decía entonces con la inocencia tibia de la infancia, y más tarde con el frenesí atolondrado que solo conoce una joven enamorada. Siempre supe que tenía los medios para ir, si tan solo lo pedía.
Durante un tiempo creí que quizás habría una posibilidad remota de que vinieras tú. Por eso te buscaba entre multitudes, como quien espera que el destino se ponga creativo. Dejé de hacerlo, vale decirlo.
Pero este año, en un viaje que no orquesté, en un itinerario armado por otros, me dijeron que visitaríamos tu ciudad. Justo la tuya. Nadie lo sabía, ni siquiera yo misma lo recordaba hasta que sentí cómo algo se me descolgaba del pecho. Fue como si la vida hubiese decidido desempolvar un guión adolescente mal archivado y decir: “Hmm... veamos qué pasa si esto lo volvemos real”. Nuestra historia siempre tuvo esas coincidencias ridículas, cursis, casi cinematográficas, que ahora me hacen reír, pero en ese momento me dejaron sin aliento.
Pisé tu ciudad. Respiré su aire con la piel erizada, sabiendo que por primera vez la posibilidad de verte entre la gente ya no era solo una fantasía. Fue ahí donde decidí que esa sería la última vez que me permitiría buscarte con los ojos temblando, como si todavía creyera que podrías aparecer.
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