Ábreme el pecho.
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Desgarra el esternón con tus manos y arráncame el corazón aún palpitante.
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Déjame sangrar, déjame deshacerme en tu hambre.
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Trágatelo.
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Trágatelo entero, que mi corazón se anude al tuyo, que respire en tu pecho como una bestia herida.
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Dime: ¿cuándo seré digno?
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¿Cuándo mereceré que me desees con esa violencia sagrada que arranque de mis labios tus pasiones, tus heridas, tus demonios más antiguos?
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Que tu culpa y tu gloria se derramen sobre mi carne.
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Que tus pecados me empapen.
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Que tus milagros me envenenen mientras devoro la espesura de tu carne.
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Tu carne: mi condena, mi plegaria.
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Encuéntrame agazapado en algún rincón arrasado y brillante, royendo tus tendones palpitantes, con el cabello enmarañado y húmedo de sangre, y en el rostro un trazo tembloroso entre la ruina.
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Dame tu corazón en las manos.
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O átalo al mío dentro de este pecho devastado.
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Puedo ser tórtolo, puedo ser caótico, puedo ser la boca que te devora.
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