Beber
es soltar las amarras del cuerpo,
ver cómo la mente se vuelve humo
y el tiempo se arrastra,
goteando lento en el filo de cada sorbo.
Es abrir el pecho
y que brote un río extraño —
agua y aceite
que no se mezclan
pero fluyen,
como si el alma fuera un vaso
que contiene lo imposible.
En cada trago,
la verdad sube como espuma:
lo peor y lo mejor,
las risas huecas,
los gritos escondidos,
el temblor que se calla en la garganta.
Y al final…
cuando la botella deja de hablar
y solo queda el eco,
te quedas con la sombra,
con el arroyo negro que huele a olvido,
a miedo,
a carne quemada.
He hecho cosas,
cosas que me pesan en la espalda,
cosas que vomito
una y otra vez,
como si pudiera sacar también
esas palabras que nunca se dicen,
esas que se aferran,
esas que duelen más que el ácido.
No se puede escapar.
Queremos arrancarnos la piel,
prendernos fuego,
borrar la forma,
ser ceniza.
Pero el miedo —
el maldito miedo —
nos mantiene enteros.
Y entonces llega la resaca,
como un verdugo puntual,
a cobrarse la felicidad prestada,
la que tomamos del mañana
y que ya no volverá.
¿Y mi alma?
No sé.
Solo sé que duele
cuando vuelve.

Kevin Baldimar Rojas Ramos
Mexicano-Guatemalteco, me gusta explorar y realizar caminatas, nada como beber un buen café por las mañanas.
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