Salgo de casa hasta la parada, en la esquina me paro mirando el cielo que revuelve nubes tridimensionales, dejando colorar sus sombras con un rosa pálida, y en la sombra inversa, con un azul ahumado. Es la mañana de un día primaveral, en la que el canto de sucesivos pájaros va formando un entramado de sonidos, que sabemos que comunican, pero no sabemos qué, pero probablemente sea un canto reproductivo que coincide justamente con la llegada de la primavera que es donde, desde tiempos inmemoriales, la naturaleza propicia alimento. Inhalo el aire fresco, ni húmedo ni seco, tratando de llevarlo más que nada a mis pulmones, inflando el pecho, intentando que la arcaicidad de mi sangre y de mi carne comprendan mi deseo alquímico de convertirlo en otra sustancia que sirva a mis deseos, que nutra mis células y que lo traduzca, mediante una exhalación apresurada y descargada, en una sensación de alivio. Repito el procedimiento tres veces, logrando en cada intento una exhalación cada vez más extendida y relajada. Ahora con la mirada y el cuerpo encarados perpendiculares a la vereda de enfrente, puedo divisar gracias a la vista periférica, un objeto en movimiento, rojo y negro, proviniendo desde el costado izquierdo, acercándose aún sin ruido. Levemente giro la cabeza para divisar con claridad, es el colectivo: lejano, orondo, puntual —no siempre— : el 314.
Un señor que previamente estaba esperándolo, lo para muy poco antes de la parada. Pienso si es una manera de insinuar que viene tan lento que podría pararlo hasta un par de metros antes.
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