Invocamos dioses, mitologías, venganzas,
como viejos rituales alrededor de una fogata.
Pero el fuego es una montaña de camperas
y las divinidades no son a imagen y semejanza.
Sacrificamos la carne al goce
de un ocio compartido,
de sonrisas cómplices de vibraciones
alejadas del ritmo del olvido.
Nos liberamos de la palabra,
de su insistencia,
de su importancia.
De la presión solar,
del día y su demanda.
Veneramos
(lights on, lights off)
la infinitud de unos rayos neón
que cruzan oscuros pasillos,
el sonido que choca en un paredón
que esconde íntimos mundillos,
la respiración que termina en una ventana,
como gotas condensadas
que caen aplastadas.
Como nosotros,
que nos derretimos del calor,
y compensamos los roces con más movimiento,
que bailamos con el vértigo
y nos reímos de algún horror.
Como ellos,
que buscan una tribu
que comulgue sus rituales,
aunque el ritual sea siempre el mismo,
aunque los pasos no sean iguales.
Ellos, nosotros,
todos, bailamos
o reventamos
por lo que sabemos:
Que se trafican placeres en las ofrendas
pero no hay ritos que de amor(es) no se traten.
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