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    Leticia

    Aug 26, 2024

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    Leticia
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    La culpa fue de todos.

    Leticia era especial. Con mamá era divina, la luz de sus ojos. Pero con papá, conmigo y con Germán, nuestro hermano menor, no. No nos odiaba, entiendo, porque ella no manejaba sentimientos, pero alguna inquina tenía con nosotros.

    Mamá la defendía, nos decía que no era su culpa, que ella no quería comportarse así, que era especial. Papá, en cambio, la ignoraba, lo que a Leticia la ponía nerviosa y sólo empeoraba la situación. Las nenas son pegadas al padre y ella recibía un rechazo tras otro. Germán la peleaba, la cargaba con lo de los ojos rojos y la baba. Se llevaba, siempre, la peor parte. A mí me gruñía, nunca llegamos a tener una verdadera relación de hermanos.

    Los abuelos nos dejaron de visitar y mis amigos ya no venían a jugar a casa. Ahora entiendo, pero de chico los detestaba: ¿cómo no iban a venir? A medida que mi hermana crecía y se ponía más furiosa, ya no hubo festejos de cumpleaños ni reunión para las fiestas y, cuando uno no tiene más de diez o doce años, esas actitudes hieren. El resto de la familia no volvió a invitarnos a ningún evento.

    Un día lo decidimos. Hubo que encerrarla en el galpón del fondo, atrás del quincho, donde guardábamos todos los trastos de la casa. A pesar de que mamá se oponía, fue la única solución que encontramos para no vivir en peligro. Pero las cosas seguían pasando, aunque con menos riesgo.

    De noche se la escuchaba llorar, un llanto que era un maullido. Nos daba miedo, sobre todo cuando la casa temblaba, justo después de cada grito suyo. Un grito grave, desde las entrañas, que se tornaba agudo, hasta ensordecer, como de alguien que tiene tirria guardada. Habría motivos, seguramente. Siempre me llamó la atención que esa furia contrastaba con su cara angelical, sus rizos castaños y la piel tan blanca; aquella apariencia inofensiva que escondía a la bestia que era en realidad Leticia.

    Fue un sábado, porque el detalle era que todos estábamos en casa, cuando nos despertó con ese grito gutural, estremecedor. Se movieron los cimientos, cayeron cuadros, los adornos estallaron contra el piso. Todo trepidó. Con Germán hicimos lo de siempre: nos metimos en el baño y cerramos con llave, como ordenaba papá. De repente, otra vez el bramido atronador. Germán en el suelo, sentado con el mentón contra las rodillas, se tapaba con todas sus fuerzas los oídos mientras fruncía los párpados. De nuevo, ese pequeño terremoto con epicentro en nuestro living. Mamá gritaba que la dejaran ir con Leticia, pero papá le decía que se metiera en el baño, que Leticia la iba a matar.

    Aquel ataque duró un par de horas, hasta que mi hermana mayor se calló. Habrá quedado cansada, siempre se cansaba después de sus embates. A veces, hasta podía dormir quince horas seguidas. En las casas vecinas habían bajado las persianas. La nena de al lado lloraba y gritaba asustada.

    Almorzamos en silencio, agotados. Cuando mamá se dispuso a llevarle la comida, papá le dijo que esperara un rato, que aprovecháramos la tranquilidad. Pero, mientras lavábamos los platos, mamá, sin consultar, en un rapto maternal, se fue a darle de comer a Leticia. Le llevó dos patas de pollo y un tomate partido al medio con orégano, eneldo y oliva.

    Pasó un buen rato y mamá no volvía. La llamamos a los gritos, pero no respondió. Cuando papá fue a buscarla, se encontró a Leticia devorando el pollo; miraba libidinosamente la pata que tenía atenazada riendo sin parar. Papá preguntó por mamá, pero sólo recibió una risa guasona de mi hermana que siguió dando dentelladas a su presa. Volvió desesperado, pálido. Jamás lo había visto así.

    Lo resolvimos entre los tres, era ella o nosotros. Agarramos una pala, un pico, el martillo y el hacha que estaban en el lavadero. Yo llevé también mi navaja suiza. Papá le dio una patada a la puerta del galpón desguazando la entrada para no darle tiempo a reaccionar. Y nos metimos, a suerte o verdad.

    Pero Leticia nos esperaba. Ni bien ingresamos, se abalanzó sobre Germán, el más débil, y empezó a morderlo. Con los dedos como garras, le sostenía las muñecas mientras, a mordiscones, le arrancaba pedazos de carne de la cara y los brazos.

    Borbotones de sangre saltaron por todo el galpón. Papá empezó a pegarle con una pala a su propia hija, a la que no parecía dolerle ningún castigo. Leticia estaba enfurecida, dispuesta a matar. Le pregunté, gritando, por mamá, pero no me escuchaba. Papá seguía golpeándola. Las heridas que le provocaba no la detenían. Yo apenas pude clavarle un navajazo en la espalda. No la calmó, aunque, al menos, soltó a Germán, que ya no tenía ni rostro ni músculo alguno en su brazo izquierdo. Leticia, entonces, se vino contra mí.

    La fuerza que tenía mi hermana era inconmensurable, tanto que se había arrancado la cadena con la que la habíamos atado al techo del galpón. Me sacó la navaja y la clavó hasta el fondo en la pared. Me aproveché de una repisa y la tiré entre los dos, para alejarla y ganar tiempo. Cuando papá vio que yo estaba encerrado y que, en cuanto Leticia superara el obstáculo, iba a ser presa fácil, le asestó un golpe de pala en la mollera. Leticia se detuvo. Se volvió hacia papá, lo miró fijo y le escupió algo amarillo y viscoso. Gritó. Las paredes se rajaron y las estanterías que todavía seguían en pie se derrumbaron sobre nosotros.

    Papá quedó inconsciente debajo de latas de pintura, de hierros y ladrillos. Vi cómo lo devoró en segundos. No pude defenderlo, como tampoco a Germán, que ya daba, deformado como una masa de plastilina, los últimos estertores. Mientras Leticia terminaba su faena con los restos de papá, me apuré para agarrar el hacha. La empuñé con todas mis fuerzas y me abalancé encima de mi hermana. No sé cuántos hachazos le di, tampoco cuántos erré. No podía distinguir entre Leticia y papá. La sangre me salpicaba la cara, se me metía en los ojos, me entraba por la boca. Era espesa y dulce. La carne que se desprendía de los cuerpos se me pegaba como gelatina. Pero no me importaba nada, chapoteaba en un lago de tripas; estaba solo contra una bestia. La bestia. De milagro, no me arranqué una mano. Leticia se defendió con fuerza, gritando, haciendo temblar las paredes. Germán sollozaba con su hilo de vida y papá ya era un charco amorfo.

    Leticia dejó de gritar. Sus ojos rojos se hicieron blancos. Se desarmó en sus propios jugos tornándose en una figura disforme, toda deshecha. Me arrodillé, y me di cuenta de que ya estaba solo en el mundo.

    Enterré al lado del galpón, como pude, lo que quedaba de los tres cuerpos. Con asco, vomitando, pero sin llorarlos. Todos siempre supimos, en el fondo, que no haber matado a Leticia de chica nos iba a llevar a esto. Puse una rama en cada espacio donde estaban los cuerpos, por si la policía me preguntaba dónde los había escondido. No pensaba negar nada. Me manguereé la cabeza y vi caer, con el agua, restos de sangre y carne, de mi hermana, de mi papá, de mi hermanito.

    Volví a la casa, tenía que bañarme e irme a la comisaría a contar todo, y, de ahí preso o al manicomio, me daba igual. Prendí el agua caliente y me saqué, con repulsión, la ropa embebida en sangre, tierra y barro. Olía a muerte por todos lados.

    Y grité. Grité mucho, grité con odio, grité de miedo. Grité como hacía años no me dejaban gritar. La angustia de la familia perdida, el terror a una nueva vida encerrado. Grité otra vez, desde el alma. Todo se sacudió. Escuché llorar a la nena de al lado y a los vecinos bajar las persianas.

    Me puse el pijama y fui a la cocina, necesitaba comer algo, tomar un café y juntar valor para ir a denunciar la obra.

    —Hijito, ahora vamos a ser felices los dos —dijo mamá desde la mesa del comedor mientras se cebaba otro mate humeante, con espumita. Como me gusta a mí.

    Claudio Conti

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