Siempre supe cuánto amabas escribir.
Vivías entre letras,
te desangrabas en tinta
como quien encuentra en versos
un cobijo para el desasosiego de su alma;
como quien halla en un beso
la voluntad para detener la tempestad;
como quien encuentra en el dolor su único refugio.
Y yo, tan soberbio, tan ingenuo,
crédulamente creí
que algún día tu amor por mí
tomaría forma en letras,
que yo sería tinta en tus versos.
Pensé que algún día
me inmortalizarías en un poema,
aunque fuera como herida,
aunque doliera.
Pero nunca fui digno de esa dádiva.
Nunca fui suficiente
como para merecer un retazo
de la tinta de tu alma.
Pero no estaba hecho
para ser la musa de tu poesía.
Mi tinta no tenía color en tu papel.
No encontraste rima alguna en la simplicidad de mi ser.
Supongo que jamás viste en mí
un rincón donde tus palabras quisieran descansar,
una emoción lo bastante viva
como para encender tu inspiración.
Tal vez esperé demasiado,
tal vez me engañé creyéndome
merecedor de ese tipo de amor.
Y ahora lo único que me queda es
leer una y otra vez
ese adiós tan frío y tan cruel.
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