Desde muy chica empecé a leer el mundo que me rodeaba, mucho antes de aprender a leer palabras, gracias a mi mamá, mi abuela, madrina y primos, que casi siempre estaban rondando por casa. Sabía que iba a llover cuando veía que las nubes tapaban las estrellas. También aprendí a leer a los animales: cuando mi gato maullaba de cierta forma, sabía que tenía hambre, cuando el gallo cacareaba sabía que iba a amanecer. Podía reconocer el enojo de mi mamá sin que ella dijera una sola palabra. Su forma de mirar, el tono de su voz y cómo se cruzaba de brazos me indicaban claramente que algo no estaba bien. Jugando con mis primos, descubrí los límites del cuerpo y de la confianza. A través de juegos de manos o de fuerza, entendía cuándo debía parar, cuándo algo empezaba a doler o cuándo alguien se cansaba. Aprendí a reconocer cuándo estaban cocinando solo por el aroma que llenaba la casa. Sin ver la comida, sabía qué se estaba preparando o cuándo ya estaba lista. También entendía que era la hora de dormir cuando se apagaba la luz del comedor. El acto de leer no se trata únicamente de decodificar letras en una página, entendí que va mucho más allá. Leer es interpretar el mundo que nos rodea, es captar lo que sucede a nuestro alrededor, incluso cuando no está escrito con palabras. Por último, leer críticamente, no se trata simplemente de ojear las palabras escritas en un texto, sino de preguntarse por qué lo dice, desde dónde lo dice, y con qué intención.

Dragón de loto
Fragmentos de los pensamientos de este ser mítico que combina la fuerza del dragón con la pureza y espiritualidad del loto.
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