Lectura al borde

Esta página equivale a un minuto de reloj:

Apoyé mi mejilla sobre mi brazo derecho y acomodé mi cabeza sobre el hueco que se forma entre ellos. Al lado mío, un chico de ojos verdes y pelo castaño sostiene un libro, que contiene poemas. Me pregunta con picardía si quiero jugar.

Él ya sabe la respuesta. Pienso que estoy condenada a acceder porque es el juego que le enseñé. Y, por suerte, siempre lo hago. Hojea el libro y decido cuándo frenarlo.

¿Cuánto tiempo podría durar el juego mientras yo estudio de memoria cada línea que lo dibuja? Pestañea y empieza. Me mira. Vuelve al libro. Hojea de nuevo, esta vez más lento. Se mueve sobre sí en mi cama. Cuánto me gusta que él esté acostado cerca. Me deja conocer el color de su pelo mojado. Su perfume va a quedarse conmigo, respirando en mi cuello como si quisiera quedarse ahí. Desearía que no se vaya. Amaga a abrir la boca, pero no lo hace. 

Cada movimiento que hacen sus labios tiene el poder de estremecerme. Se toca la nariz. Vuelve a mirarme, vuelve a pestañear. Lo inquieto, y me fascina tener ese efecto en él. Hojea de atrás para adelante; nos miramos. Seguimos sin hablar. Sospecho que sabe todo lo que pasa por mi cabeza. Sus ojos nunca estuvieron tan verdes. Sus manos tocan el libro como deseo que lo haga conmigo. Hojea otra vez, humedece sus labios y cuánto quiero sentirlos en mi boca.

Mi respiración empieza a acelerarse; los números de las hojas me siguen el ritmo.

Sus dedos las acarician igual que como hace conmigo. Las roza como rozan mi cuerpo, entrando y saliendo de mí. Las separa una por una, igual que mis piernas. Las abre y acerca su rostro buscando el famoso perfume de los libros, como quien busca besar entre muslos hasta que el cuerpo se pierda en un aliento.

Le pido que frene. 

Empieza a leer.