Lecho de muerte, adorable compañía

Cuando el hombre se despertó, no quiso abrir los ojos. Se quedó ahí, acostado en el colchón que le servía de cama, con un único rayo de sol entrando por la ventana tapada con la improvisada cortina de tela vieja. Entonces lo escuchó de nuevo: el gato.

El gato entró, sus patitas resonaron en la madera del suelo. Lo escuchó lavarse, se apoyó en la pierna derecha del hombre. El gato había pasado de casa en casa, de vecino a vecino. El gato conocía a todo el edificio. Ahora había encontrado la forma de entrar a su casa, se acostaba con él.

En algún momento que él no recuerda, dejó de molestarle su presencia: dejaba que el gato se quedara y durmiera con él. Era una compañía silenciosa. Extraña, pero de alguna forma agradable.

Ese día no era diferente, aunque él no lo sintió así.

Le dolía la cabeza, como siempre. Se levantó, mordisqueó una tostada de la mañana anterior y se fue a trabajar.

Tenía tres billetes que en el descanso usó para comprarse un sanguche de milanesa. Lo comió sentado en la plaza frente a la oficina. Pensó en la corbata desabrida que llevaba, pensó en la bisagra desgastada de la puerta de su casa, pensó en los platos sucios que tenía que lavar, pensó en que le gustaría escuchar esa canción que tarareó de camino a la oficina, pensó en ella, pensó en su vida, pensó en las personas que pasaban por la plaza. “¿Qué piensan ustedes? ¿Qué les sucede?”, pensó en el gato, abriendo la puerta de su casa, yéndolo a buscar. Pensó en el gato encontrándolo en el colchón, dormido. Siempre dormido.

Cuando volvió a casa, el gato lo esperaba en la entrada. Lo miró. El gato le devolvió la mirada. Suspiró, se sacó la ropa: quedó solamente en calzoncillos y se tiró en el colchón, como siempre.

“Ahora sí”

El gato se acostó al lado de él, apoyó su pequeña cabecita en su pierna izquierda y el hombre cerró los ojos.

“Ahora sí.”

Y se durmió para siempre.