Al comienzo de mis escritos, siempre suelo pensar que será la anteúltima vez que vuelque mis pensamientos respecto a la no-vivencia. Mi postura es estricta personalmente, pero sensible con el prójimo.
Son triviales las tormentas, pretéritas, en las que se escabulle mi cabeza, perdida. Para enaltecer, las actuales se inflan y luego marchitan, mediante breves flores que duran lo que recalcitran.
En un lienzo semi-vacío yazgo. No entiendo lo que debo contemplar en él. Veo espirales y sinsentidos. Mientras mayor el cuadro, menor mi suerte de encontrar trazos libres.
Dispongo de cuánta calidez posible para dar, que son insuficientes mis arterias y no queda disponible alguna para mí. Me atrapé a esta vida pasada donde la pausa es eterna y los movimientos son minuciosamente prohibidos.
Dentro del cuadro, llevo una caja de ropa interior, vacía de lo vacío, y repleta de planos, rostros y sonidos. Olvido mucho los rostros; es difícil observar cuando no se tiene ojos.
Mi cuerpo rechina, porque me muevo cuando no vigilo. La caja pesa demasiado, y cuando la dejo caer, mis órganos pesan el triple. Y cuando pienso, mis órganos se paralizan.
Se esboza tener en mis hombros el abrigo al que no fui destinado. Mi pavor grandísimo ahora me repele. No hay donde ir. En esa caja, nada. En el lienzo, nada.
Queda esta mano, con la que humildemente escribo en pos de resurgencia y en contra de la ausencia con la que me castigan estas arterias.
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