I
El viento, que cortaba mi cara, helado y taciturno, se entramaba a través de la inmensidad del mundo. Es que esta solemnidad impresa, que solo se palpa con el corazón, merece ser descripta a pesar de su cualidad inefable. Porque sentía el aire puro sobre mi dermis; y, en mayor medida, me atravesaba sobremanera al ingresar ígneo en mis cavidades pulmonares.
Todo expresaba benevolencia, pues me volvía aprehensible a la angustia que dominaba mi ser. Era esta misma la que gobernaba la hechura de la grandilocuencia con la que observábamos el mundo. Inclusive desde allí, desde lo alto de la Cordillera de los Andes, donde el mundo era más calmo, más contemplativo y más... no sé qué.
Bastaba un suspiro y unas cuantas lágrimas para expresar la emotividad del tiempo; un bazar de momentos desguarecidos que se volvían palpables en las ventanas de mi alma. Como si cada porcentaje del genio humano me atravesara el cuerpo, y sintiese en mí un pasaje elíptico de ritualidades que me retrotraían al momento específico en que aquel mítico antepasado se había sentado en esta ladera a pensar el futuro.
Lo único que oía eran mis construcciones. La identidad que me llevaba a mi hogar: una puerta y muchos árboles; la plaza, las sonrisas de mis hermanas, el asfalto roto. Casi eran las 17 p.m., y como el Sol comenzaba a caer tras la cadena montañosa, me resguardé al calor de unas pocas brasas.
No sabía muy bien hacia dónde me dirigía, porque el camino estaba cegado por la nubosidad intempestiva. Si bien lo único certero era que existía, lo exclusivamente inteligible, era toda esa ecuación de factores del sentimiento que se traducían en la melodía última de un pasaje ecuánime de la sonata menos articulada de Wagner: la solemnidad como eje de la espectacularización del sentir.
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Fotografía: Elías Brizuela
II
No tengo tiempo porque me fue arrebatado; el silencio es mucho más concreto desde donde me sitúo, desde la visión contemplativa de las ventanas del alma, aquí, en la Luna. Porque ni el viento corta mi rostro, ni el sonido se propaga en la inmensa negrura que me rodea. No obstante, nuevamente solo; mis compañeros de viaje han perecido debido a un aterrizaje forzoso y la liberación de ciertos gases tóxicos. La concentración en lo nostálgico no me deja reformular nuevas ideas y lo único que veo es ese enorme cuerpo celeste asomándose por sobre todo el margen septentrional de esta vieja roca.
Esa arcaica sensación que oscila entre el miedo y la adrenalina que genera la emoción; un lugar en el vacío: en la nada que levita y transita alrededor de una masa de fuego y gases que explotan en la constante del movimiento... hacia la muerte. Una pequeña sensación de frío húmedo que transita por mi dermis sobre mi espalda y que se deja llevar por las condiciones del sentir. Las lágrimas flotan y el océano entero vibra sobre mí.
Pienso en mi madre, en mis hermanas… no tuve tiempo. Se siente raro ser el último ser humano; un poco de eso es la solemnidad también. Escapar en una nave semi derruida, sobrevivir y, ahora, cuando pensaba que ya no iba a estar solo, empero, estarlo. No como un estado de la mente, no como un estado del alma, sino como una verdad incorruptible. Y, eso, es lo que me genera -aún más- tristeza y nostalgia. Mirar atrás y que ya no haya nada más que ese enorme cuerpo celeste.
Tengo tan sólo 30 años y la mayoría de mi vida ha sido tormentosa: amores corruptos, mentes quebradas, sueños sin alcanzar. Todo sucedió tan rápido; acaso, ¿existió certeza alguna vez? Sólo el nudo en la garganta, el vacío del espacio y su insoportable silencio.
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Fotografía: Elías Brizuela
III
El viaje, muchas veces, representa a la totalidad del sentir; representa la angustia anclada en lo indeterminado.
En algún punto de mi recorrido, me encontré sin gravedad y varado en la negrura del espacio exterior; rodeado de un planeta que, enorme su masa, me atraía cada vez más hacia su atmósfera. Sabía que sólo me quedaban diez minutos de oxígeno... fue entonces que vi a la muerte en el frío, denso y profundo cosmos.
Eran tan solo unos minutos los que me separaban del destino final, no obstante, los dediqué a recordar. A memorar los abrazos, los besos, las caricias y el velo de una sonrisa eterna que recorre millones de años luz para sentir con esperanza el corazón del último de los humanos.
¿Quién soy? ¿A dónde voy? Me pregunté, contemplativo ¿cómo llegué aquí? Creo que esa respuesta era la que me desconcertaba, pues sólo buscaba un propósito. Es decir, cuando salí de casa, lo único que quería era encontrar el brillo de lo que nos hace parte del mundo que había dejado atrás.
Encontrar el amor, la vida: armonía. Sin embargo, todo me trajo hasta aquí; donde la sonda Voyager reproduce los últimos sentimientos de nostalgia que la humanidad pudo captar. Porque, ¿dónde sino se ve reflejado nuestro paso por el universo más que en el arte que creamos? Y... recordé mi paso por el profundo cañón del río Pinturas en Santa Cruz, donde los ecos del viento parecían susurrar antiguos secretos grabados en la piedra, y las pinturas rupestres —vestigios de un tiempo remoto— relataban historias de un mundo que aún no había olvidado al hombre. Allí, entre rocas rojizas y el murmullo constante del agua, sentí por primera vez el peso sagrado de la existencia, como si cada trazo en la pared fuera un llamado a comprender lo efímero y lo eterno.
Pero, ¿qué más puedo hacer? Sino rendirme a las puertas abiertas que desangran mi existir; todo aquello que me transforma y me hace único ante lo complejo del todo. Porque si existe razón alguna en lo que soy, es que nada de lo que me determina físicamente le escapa a los marcos deslumbrantes de las ventanas de mi alma.
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Fotografía: Elías Brizuela
IV
Recuerdo a mi abuela y sus historias acerca de Oblivion: me dio su moneda y partió un día antes de que emprendiera rumbo hacia lo desconocido. Ese fue un día gris. Un día en el que los sentimientos se hicieron música, cajón y sollozos de sala común. Me fui con su legado colgado al cuello.
Cuando llegué a Canadá, luego de haber conocido a M. en México, todavía llevaba en la piel el calor seco de Oaxaca y en la memoria el murmullo de las calles empedradas donde nos conocimos por azar, una tarde cualquiera, entre puestos de artesanos y músicas nativas que flotaban en el aire como polvo dorado. M. tenía una manera de habitar el mundo que desarmaba mi cinismo: hablaba poco, pero miraba con la intensidad de quien ya lo ha visto todo y aún así elige quedarse.
Nuestro vínculo fue breve, como todo lo que quema. Sin embargo, se volvió trascendental. Decidimos seguir viajando juntos hacia el norte, a través de desiertos interminables y pueblos fantasmas, cruzando fronteras invisibles hasta alcanzar la rugosidad fría del Yukón. Fue allí donde la perdí. En un fatídico y tormentoso viaje por un camino montañoso del norte, donde la nieve nos encerró entre curvas imposibles y precipicios velados por la niebla. La camioneta patinó. El metal crujió. Y su cuerpo, que antes me abrigaba, se volvió silencio.
Mi viaje tenía otro propósito: exhumarme de los vestigios de la sociedad, desprenderme de todo lo conocido para encontrar, entre la soledad y la vastedad, algún tipo de destino que fuera verdaderamente mío. Pero fue esa pérdida la que me dio la señal más cruda de lo que significa buscar algo sin saber del todo qué.
Sin embargo, esa última noche, antes de que todo ocurriera, M. supo calmar mi angustia con un abrazo tibio, al calor de unas pocas brasas encendidas con ramas húmedas recogidas bajo un abeto. El fuego apenas alcanzaba a templar el aire gélido, pero bastaba. Fue entonces que me dijo, con una voz serena, como quien ya acepta lo inevitable:
—No podemos cambiar nuestro destino. Lo único que podemos hacer es ser con sus memorias.
Jamás olvidaría esa frase. Como tampoco olvidaría sus ojos —de un gris translúcido que parecía absorber la noche—, su voz tan cálida, o su piel, tan blanca que parecía reflejar la luz de la luna. Porque el dolor más profundo no es siempre el más violento, sino el que nos sorprende en medio de la quietud, el que nos revela una verdad sin consuelo: estamos solos. No obstante, esas personas que amamos siguen latiendo en nosotros, como brasas que no se apagan del todo.
Y lo que el destino nos dejó, tras aquella expedición por el corazón helado del norte y el vacío que me habitó luego de perder a M., fue la gracia —inesperada y casi absurda— de llegar a Vancouver y cruzarme con Mollie y su equipo de ingenieros. Ella era brillante, excéntrica y decidida, una especie de alquimista del siglo XXI, obsesionada con diseñar una nave autosustentable capaz de llevar humanos a la Luna y mantenerlos vivos allí sin depender de la Tierra. Recuerdo que, al presentarse, dijo con una sonrisa torcida:
—No es ciencia ficción si lo escribimos desde adentro.
Detrás del proyecto estaba una corporación comunitaria que soñaba con arrebatarle a Musk el monopolio del dominio galáctico. Su apuesta era clara: trascender la Tierra y fundar colonias humanas autosuficientes más allá de su destrucción. Buscaban voluntarios dispuestos a abandonar todo vínculo con el planeta… y que, en lo posible, no tuvieran demasiados reparos con el "pequeño" detalle de una posible muerte experimental en el trayecto. ¿Era el indicado? ¿Qué me quedaba por perder?
Durante semanas, vivimos en un simulador suspendido en un entorno virtual controlado, donde la idea del futuro era tan limpia, tan ordenada, tan ajena al caos del mundo que habíamos dejado atrás, que casi parecía un delirio colectivo. Pero el delirio duró poco. A una semana de nuestra supuesta partida hacia el espacio, la burbuja tecnológica estalló. Los mercados colapsaron como castillos de arena ante una marea sin control. Las corporaciones que habían sostenido el proyecto, y tantas otras que gobernaban de facto, se desplomaron ante la imposibilidad de sostener la producción de insumos críticos. Fue un derrumbe económico, pero también ético.
Las instituciones, ya de por sí resquebrajadas, no soportaron la presión. En pocos días, el mundo se partió en dos mitades incompatibles: los que podían sobrevivir y los que simplemente no. La desigualdad, que antes era un malestar estructural, se volvió un arma visible, feroz. La información dejó de ser un derecho para convertirse en campo de batalla. Las calles ardieron. Las redes callaron. Y los que aún respirábamos, lo hacíamos entre ruinas y fuego.
Así comenzó la guerra de la información. Y mientras allá abajo todo moría —los sistemas, la fe, la esperanza—, aquí, en lo profundo del espacio sideral, flotamos con apenas cinco minutos de oxígeno.
Ya no tengo miedo. Lo perdí en la montaña, con M., cuando entendí que no hay forma de escapar del destino. Pero sí me angustia esta vastedad muda. Solo queda el reflejo de mis ojos proyectado en la escotilla, una silueta fugaz que se apaga al paso de una joven estrella que pasa cerca, indiferente. Todo lo demás —la Tierra, las memorias, las promesas— quedará atrapado en las ventanas de mi alma.
¿Y si el universo, en lugar de avanzar, simplemente… se detiene?
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Fotografía: Elías Brizuela
V
El final angustia.
Quisiera ser determinantemente valiente en estas circunstancias, pero ya no me queda nada de oxígeno. En estas instancias, ya nada duele, casi todo es como un gran sueño; todo parece irreal, como encontrar un lorgo y longevo ensueño, confortable y placido.
En los últimos segundos, simplemente vuelvo a pasar por el corazón todo aquello por lo que viví. Quisiera ser menos dramático, menos frágil, menos sensible, ¿menos humano?
¿Mis últimas memorias? No son del caos ni del silencio del espacio. Tampoco de la nave, ni de la guerra de allá abajo. Son de ella. De M. en una tarde templada de julio, cuando aún todo parecía posible. Su sonrisa —leve, casi suspendida en el aire— iluminaba el instante como si el tiempo pudiera detenerse en ese gesto. Sus finos labios esbozaban una paz que ya no volvería a conocer. Recuerdo su mano, tan suave, acariciando mi rostro con una ternura que rozaba lo eterno. Y sobre todo, sus ojos… esos ojos pardos, de un café profundo y cálido, que no miraban: atravesaban. Que no preguntaban: comprendían.
Y por un instante —breve, pero absoluto—, al cruzarse con los míos, se abrieron las ventanas del alma. Y ahí supe, con certeza, que todo lo demás podía desaparecer.
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*Relato escrito en 2021
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Elías Brizuela
Escritor, periodista y fotógrafo. 28. Me dedico a la comunicación pero escribo por la necesidad de mi alma por contar las otras historias, los otros sentimientos.
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