Se mira las manos y no hay nada.
Ni líneas, ni destino, ni rastro de lo que alguna vez creyó que era suyo.
Solo piel reseca y el temblor suave de quien ya no espera nada.
Todo lo que tocó se volvió polvo.
Todo lo que quiso se pudrió entre los dedos.
No fue castigo.
Fue simplemente tiempo.
Fue existir demasiado.
Una vez amó.
Lo recuerda.
Un cuerpo en la penumbra, una voz que decía “yo te creo” antes de apagar la luz.
Después el silencio.
Después la herida.
Ahora está solo.
Y la soledad no es el vacío, no es el ruido de una habitación sin pasos.
Es saber que nadie va a venir.
Que si se cae, no hay testigos.
Que si grita, no hay eco.
Una aguja.
Un espejo.
Un recuerdo en forma de cicatriz.
No hay glamour en la autodestrucción.
Hay rutina.
Dijo que se arrepentía.
Nadie escuchó.
Dijo que quería volver atrás.
El mundo siguió girando.
Construyó un imperio de ausencias.
Un reino donde el trono está vacío y las paredes están cubiertas de fotos rotas.
Y se sienta ahí cada noche, como si fuera a recibir visitas.
Como si alguien aún supiera su nombre.
Si pudiera empezar de nuevo…
¿Lo haría?
Tal vez.
Pero ya no hay piel para más marcas.
Ni alma para otra canción.
Solo queda mirar las manos.
Y aceptar el precio de sentir.
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