No sé cómo ocurrió. No sé de dónde salió.
La otra mañana salí de casa y al regresar, sin haberlo reconocido, mi pecho estaba enrojecido y una rabiosa comezón no dejaba de torturarme.
Al mirarme al espejo vi la zona central de mis pectorales voluminosa, colorada, con la piel comenzando a descamarse. Ardía ya de tanto excavarme la piel con las uñas.
La tarea de recordar me llevó algo de tiempo: ¿Qué hice para que esta comezón azotara el tejido de mi piel tan duramente? Como siempre, me desperté sin anhelos, me tallé los ojos sin ganas, me hice un desencantado desayuno, acaricié la frente al gato que no sé si me quiere, lavé mi cara exhausta, cepillé mis dientes; abrí y cerré la puerta despostillada, deslicé mi mano sobre el barandal de las escaleras del horrible edificio de departamentos, le tendí al chofer malencarado del camión las monedas que el día de ayer un vendedor me cambio de mala gana; presioné los botones descompuestos de la máquina para cargar mi tarjeta del metro, me aferré firmemente de los sebosos tubos del vagón al que me subí; saludé a dos, cuatro, siete compañeros del trabajo que tenían tan poca intención de estar ahí como yo, tecleé indefinidamente nombres y números frente a la computadora de mi cubículo; almorcé en un oloroso puesto de la calle junto con algunos amigos de la oficina, le di un pedazo de carne a un perro flaco que deambulaba alrededor y le di una palmada en el costado, les tendí la mano a mis amigos y volví al trabajo; continué tecleando nombres y números hasta oscurecer, me volví a tallar los ojos por el ardor que me ocasionaba la luz del monitor; salí del edificio, me dirigí al metro, volví a aferrarme a los tubos del vagón, abordé el camión y una vez más le tendí en la mano las monedas a un chofer completamente distinto pero que tenía la misma cara de desagrado que el anterior; llegué finalmente a casa y me percaté entonces de que en algún momento del día había comenzado a rascar incansablemente mi pecho.
Sentía la piel hinchada palpitándome, cálida, como si tuviera su propio corazón y su propia voluntad de vivir y desprenderse de mí.
Dormí intranquilo, con la inquietud de lo que un doctor pudiera decirme acerca de mi nueva condición.
Desperté arrastrando los pensamientos, con los miembros como péndulos aguados y las piernas como pilares a punto de vencerse; cuando lo recordé, fui inmediatamente al espejo del baño y observé mi pecho, aquello que tanta picazón me causaba había avanzado considerablemente, abarcaba ya la base de mi cuello y comenzaba a descender hasta las porciones más altas del abdomen y a lo ancho, en mis axilas, también comenzaba a picar y a enrojecer.
Veía que comenzaba a transformarse en una parte de mí; pensaba en cómo se aferraba a mi piel con mil dedos minúsculos e indetectables, pero que se esmeraban en enraizarse más y más en mi carne, tratando de llegar a lo más profundo de mi ser.
El doctor que me revisó palpó la piel de mi pecho con delicadeza y me preguntó si dolía. Pero no dolía tanto como el tortuoso despertar de mañana. Al acudir a la cita el parásito ya se había expandido casi hasta mi mandíbula, los hombros y el vientre.
Era atroz, era voraz.
A su juicio, el doctor no había visto una infección tan acelerada y le di la razón platicándole cuán temprano se había levantado esa cosa para fastidiarme la jornada con tanto picor.
Al parecer era un hongo, aunque lo dijo con algo de escepticismo, pues le parecía que esta infección avanzaba con mucha imprudencia y que yo debía ser más rápido.
Salí del consultorio rascándome el cuerpo, aunque me habían aconsejado lo contrario. Parecía que entre más lo hacía, el hongo o lo que fuera se volvía más persistente y se encarnaba cada vez más en mi piel.
¿Tantas ganas tenía esta cosa de vivir?
Ese día no fui al trabajo, el riesgo de contagiar a alguien se había vuelto elevado dado el territorio que el hongo había colonizado en mí y yo no quería perder más tiempo con un tratamiento que podría durar semanas.
Llegué a casa, con todo el cuero irritado e hinchado, el pecho y las axilas ya sangrando; me quité la ropa y no fue necesario mirarme al espejo para revelar que el hongo ya me había cubierto todo el cuerpo; toda mi piel se sentía en ascuas; me veía las manos, las piernas, los brazos, los hombros y, como si de un tejido anexo se tratara, de mi piel comenzaron a asomarse diminutas ramificaciones, como un blanco tejimiento de yute que se movía y crecía con voluntad; desprendióse de mí una segunda piel hecha por completo de aquel material, blanquecino y aberrante: las incalculables hifas que se desprendieron de mi cuerpo formaron uno completamente igual, dejando al mío en carne viva y llorando exudado espeso que ardía en cada fibra.
Indómita, aquella corporalidad, todavía con mi propio tejido colgándole de las desagradables costuras quitinosas, me miró por varios segundos desplomándome en el suelo y, severo e impetuoso, se colocó mi ropa, acarició la frente del gato que parecía quererlo, se lavó mis restos, cepilló sus hifas, abrió la puerta despostillada y se fue como me había dejado, hambriento de vida.

Alonso García
A veces no sé qué hago. Quito tabiques de mi ser para cambiarlos por tabiques nuevos. Mi corazón no tiene correa pero tiene dueñas.
Recomendados
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión