Todo lo que florece, alguna vez supo desprenderse. A veces —cuando la tarde se deshace lentamente entre la taza fría y la nostalgia— me gustaría ser flor. No por belleza, ni por quietud. Por la certeza, tal vez. Por ese gesto suave de existir sin preguntarse demasiado. No tengo preferencias, ni nombre botánico que me defina: clavel, tulipán, gladiolo, da igual. Las flores no se preguntan quién son. Les basta con florecer.
Lo que admiro en ellas no es la belleza —que tienen, sí, pero sin vanidad—, sino ese instinto exacto para saber cuándo soltar. Cómo se desprenden de sus pétalos, no por derrota, sino por destino. Cómo entienden que hay un momento preciso en que el color ya cumplió su ciclo, y el viento tiene permiso para llevarse lo que no debe quedarse. Las flores no discuten con el otoño. No negocian con el clima. No lloran su forma perdida. No mendigan primaveras.
Yo sí.
Me aferro.
A los pétalos que fueron palabras. A las hojas que fueron promesas. A las raíces que ya no me alimentan, pero me atan. Me invento excusas botánicas para no soltar, como si la memoria pudiera sostenerse con alambres invisibles o como si la nostalgia fuera un fertilizante.
He guardado recuerdos marchitos como si fueran reliquias. Los he barnizado con ternura para que no duelan, pero ahí siguen, pesando como si el pasado tuviera uñas. Y garras. Y nombre. Y voz.
A veces los oigo hablarme desde el cajón de las cosas que no uso. No gritan. Apenas susurran. Pero cada palabra dicha en silencio araña más que el olvido. He aprendido a convivir con ellos como quien convive con un cuadro torcido en la pared: molesta, pero da miedo enderezarlo.
Y sin embargo, lo empiezo a comprender. Muy despacio, como se comprenden los gestos de alguien que amamos sin entenderlo. Como se entiende la lluvia que no se esperaba, o el abrazo que llega justo cuando uno se había rendido. Volver a la tierra no es caer: es volver a empezar. Es hacerse raíz. Es, en cierto modo, confiar. Dejar que el suelo diga lo que el cielo calla.
Quizás algún día, sin tanto miedo, dejaré que los recuerdos toquen el suelo.
Quizás algún día, yo también suelte.
Y entonces, sin drama, sin aviso, florezca.
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