Las fiestas pasaron, y vos ¿pasaste? con ellas.
Mi despertador de las mañanas siguientes siempre llevaba tu nombre.
Mi regalo de Navidad favorito era una de tus sonrisas, esas que desbordaban alegría por doquier.
Los primeros de enero a tu lado siempre traían la misma pregunta:
¿Cómo podes emanar tanta belleza de un momento a otro?
Como la flor más hermosa, fruto del esfuerzo de la naturaleza por una nueva generación,
hacías parecer que la belleza era un simple juego de manos.
Creí descifrar el truco en su momento,
cuando cruzábamos nuestras primeras palabras del año.
Tus manos torcían las mías en un saludo infantil,
mientras yo me perdía en el laberinto más preciado que un ser puede conocer:
tu piel.
Este año
No hubo sonrisa.
No hubo laberinto.
Sin embargo, me prometí que, si te cruzaba, intentaría resolver la pregunta:
¿Cómo podes emanar tanta belleza de un momento a otro?
Desde este lado, uno pensaría que el truco se resuelve desde la perspectiva.
Pues no logro resolverlo y ya no lo intentaré más.
Quise convencerme de que tu magia era solo un espejismo,
un paraíso inexistente creado por mi mente.
Déjame decirte algo, aunque sé que nunca lo leerás:
Es real. No es un espejismo.
Lo escribo tanto para mí como para vos:
Sos hermosa, y rozas la perfección de maneras que la lógica humana jamás comprendería.
Los efectos del vino se burlan de mi y amplifican mis tontos sentimientos.
Ese elixir bordó y púrpura siempre fue mejor que yo escribiendo.
Sé que sabes que estoy ebrio.
Y sé que pensás que miento.
Te prometí una vez alejarme de vos, no volver a vernos,
pero te extraño tanto que creo que eso ya no es lo que yo quiero.
¿O es el tinto el que está mintiendo?
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