a las navegantes de la noche, la humildad, los espejos, los abismos; una conversación subterránea
Es mi fuerte el vacío, la expedición por su embriaguez, su conjuro, su fachada sagrada, natural, inextirpable. Detesto no saber cuándo detenerme
[¿Dónde termina el horizonte?¿Cuándo?].
La espiral del dolor, como todas las espirales de la vida, sólo se detienen al ignorarlas.
Jamás deja de existir su profundidad, su complejidad, su papel sagrado, omnipotente.
Cuándo me deshago de él, igual siempre está ahí, llamándome,
esperando que vuelva a hacerme la pregunta,
esperando que pierda la cabeza en la búsqueda de una sola respuesta,
una aproximación, una certeza:
¿Por qué esta unión de la carne al dolor?
¿Por qué este abrojo de clavos?
Detesto no saber nada acerca de la cordura.
Detesto creerme parada justo en el centro de ella.
Extraños momentos de lucidez me apremian a veces, pocas veces,
y los guardo entre paréntesis en mi vida,
como si sólo hubiera estado viva en ellos,
como si allí hubiera despegado el abrojo,
como si hubiera despertado de un largo sueño,
-por un momento-
y luego lentamente me apagase,
me durmiese dentro del tiempo.
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Ludmila
Escribo la vida para que haya algún testigo. Escribo todo para ahuyentar la nada. Para saber perder. Escribo para hacer suave la catarsis del alma. Escribo.
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