Estamos viajando en tren con dirección al sur, el movimiento me provoca sueño, pero los asientos son tan incómodos que sólo es posible cabecear un par de veces y cerrar los ojos apenas unos minutos, hasta que la cintura o las vertebras cervicales reclaman un cambio en la postura. Por momentos puedo leer, pero en ciertos tramos me mareo, entonces imagino la ciudad que voy a conocer en un par de horas y mientras recorro en mi cabeza los parques y las calles que sólo conozco de nombre, aparecen frases de un relato que jamás debí haber leído.

Con un hilo de bordar negro él había cosido los bordes de una historia, que necesitaba plasmar con detalles pero guardar en secreto. Un secreto que mi corazón ya conocía, pero que se empeñaba en no registrar hasta que la autodestructiva necesidad de confirmación, de querer saberlo todo y la remota ilusión de encontrar algo diferente se combinaron como un impulso temerario empujándome a atravesar, sin permiso y abruptamente, esa improvisada fortaleza de nudos.
El nudo lo tengo ahora en el pecho. Seguimos en el tren y noto que la incomodidad de los asientos no es nada comparada al ahogo que empieza a generarme ese profundo sentimiento de tristeza que genera el desamor, se me hace insoportable permacer inmovil, todo el cuerpo me duele y a la vez quiero salir corriendo pero no puedo escapar de los laberintos de mi propia mente. Un pequeño con la cabeza llena de rulos, que apenas esta empezando a caminar, se tambalea a toda velocidad por el pasillo y tropieza justo delante de mi asiento, se ríe con ojos y dientes y me mira de tal manera que parece una invitación a un juego que desconozco. Uno que parece tener que ver con reírse de las caídas. Detrás viene una mujer, asumo que es su madre, le toma la mano con confianza y dulzura y siguen juntos hacia al final del vagón. No los vuelvo a ver de regreso, pero ese tropezón ha logrado franquear mi muralla mental, enseñarme la salida del laberinto y recordar aquella vez que volviendo de un viaje por la Puna, mi viejo se cayó sobre un cactus. Al principio nos reímos, mucho, pero apenas unos minutos ya no era gracioso y ameritaba actuar.
A veces me sorprende cómo mi papá logra conservar cierta templanza en esas situaciones, y debo decir que es una persona bastante pasional la mayoría de las veces. Él estaba tranquilo, pero su cara reflejaba dolor y en su mano llena de espinas, la alianza de matrimonio empezaba a perderse entre los dedos hinchados por la inflamación. Con una pinza para depilarse las cejas, que mi mamá siempre lleva en su cartera, intenté retirarlas de una en una mientras la sangre brotaba por pequeñas pero profundas heridas. Saqué las espinas más grandes, pero a medida que avanzaba la inflamación algunas se volvían imposibles de agarrar, al menos con las herramientas que teníamos en ese momento y no quedaba otra que retomar el viaje a casa y buscar una solución por allá. Él, que es quien siempre maneja, tuvo que delegar el volante y aguantar el dolor por cientos de kilomentros. Pasados varios meses, cuando entre risas volvemos a evocar este suceso, mi papá nos muestra que aún quedan algunas espinas apenas perceptibles a simple vista, aunque sensibles al tacto. "Siguen ahí, pero no duelen", dice.
Ahora pienso que conocer los detalles de aquella historia secreta fue algo parecido a caer sobre un cactus en la Puna. Frases que como espinas se clavaron en el alma, hinchando mi corazón de dolor y bronca. Sin tener la templanza de mi padre ni la pinza de mamá, las sentí clavándome durante mucho tiempo, pero las oculté, trate de ignorarlas a pesar del dolor, porque me resultaba vergonzoso explicar cómo había llegado a ese punto, porque eso no les pasa a las personas felices, y yo era una. Pero un día me rendí, sedí el volante, dejé de resistirme y me entregué a la templanza de otros, a las pincitas en forma de amistad que llenaron mi alma de gratitud y esperanza. Aún quedan algunas espinas profundas e imperseptibles que me pinchan cuando los acontecimientos las rozan. No tengo certeza de cuánto tardaré en expulsarlas, si se iran por completo o si dejaran una marca. Siguen ahí, todavía duelen, pero mientras voy a aprendiendo ese juego de reírse de las propias caídas.
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