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    Las ciénagas

    Sep 8, 2024

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    Las ciénagas
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    Las ciénagas

    Ventisca

    I

     

    No tengo pájaro en mano pues de los ciento uno, todos vuelan.

    Hay algo en el aire que no me permite acercarme,

    es como si no perteneciera

    pues volar no puedo

    y tampoco soy pájaro

    y tampoco cielo

    y tampoco tengo manos sino pequeñas flores por yemas

    y lánguidos tallos por dedos.

     

    Hay algo en el aire que no me permite ser sino reflejo del sol sobre el curso de los ríos

    y pantalla de luz sobre corrientes ya estancadas

    y calefactor de los ecosistemas que, invisibles al ojo humano, allí comienzan a formarse.

     

    Hay caminos diminutos que conducen a ramificaciones enteras transitadas por hormigas y por Pie Grande, quien no pareciera ver allí nada excepto líneas símiles a largos pelos negros,

    quizás de él

    o quizás del resto de sus colillas,

    esparcidas a lo largo del monte como motas de polvo que flotan por entre la ventisca.

     

    II

     

    Alguien, u algo, olvidó aquí una copa brillante, preciosa, como tallada a mano y que contiene, hasta por la mitad, un extraño líquido verde que se me ha prohibido tomar

    puesto que al cuerpo entorpece y a la mente distrae de sus obligaciones cívicas

    pero no logro ver desde acá ciudad alguna sino la copa de los arboles

    y el vuelo de los pájaros

    y el hogar provisorio de las criaturas del monte.

     

    No hay nadie aquí excepto espíritus (atravesados por el rayo) que se perdieron camino a sus hogares

    y todos parecieran estar en un festín al cual se me ha prohibido entrar, a no ser que me nazca el coraje suficiente para empapar mis labios con tan tentador líquido,

    ahora parte de mi sangre.

     

    III

     

    Hay una canción que no solo se asemeja a corrientes de aire caliente sino que me suena familiar,

     

    «do-mi-ti,

    why not me?

    why not me?»

     

    cantan los pájaros camino al velorio del sol

    y próximos al fin de la fiesta todos pareciéramos tararear, por lo bajo, la misma melodía.

     

    Bajamos los espíritus por el monte y desembocamos a orillas de un río que, más que un río, se parecía a la salida del mar

    y encontramos allí una balsa y, en un cesto de basura, lo más próximo a la ciudad: una radio

    y la disputa se dio entre si volver a la civilización y ser sombra

    o si permanecer aquí y ser parte del viento

    y algunos volvieron

    y otros soplamos su balsa.

     

    Pasada la mañana desperté y el campamento se encontraba vacío,

    no había nada allí excepto el sol y yo, como un lánguido manto invisible atravesado por su calor,

    me sequé la escarcha

    y continué mi viaje camino a la profundidad del monte.

     

    El monte de las águilas

     

    segundos atrás un temblor sacudió, medio como sin ganas, al piso del pueblo. lo sentí mientras dormía, el tío lo percibió por el movimiento de las copas.

    medio como sin ganas, sí, pero inmediatamente el movimiento me llevó a pensar en las probabilidades sísmicas en una zona tal alejada de ellas como lo era el pueblo y pensé,

    «claro, el movimiento es interno»;

    ha de asemejarse a la vibración errática de las moscas

    (como entre nubes)

    atolondradas por el mormazo de verano,

    ahora brisa,

    ahora campos vacios sacudidos por el viento

    y pienso: «he ahí otro sacudón»

    quizás no para mí

    (excepto por un huracán)

    sino para los insectos

    y las flores

    y la gracia del vuelo de los pájaros

    y la estabilidad de las colmenas

    y de los hormigueros debajo el mismo tronco que una vez resguardó mis órganos: ahora esparcidos (como en exhibición) como artilugios

    plateados

    dorados

    y en fuentes de agua para las águilas que habitan

    (como un secreto)

    el monte vuelto sombra,

    pues al sol resguarda en una cajita sonora que irradia, de su centro, rayos de luz

    y electricidad

    y mares.

     

    De bronce

     

    comienzan a tronar las chicharras entre el silencio del monte de las águilas, motivando consigo al movimiento nocturno de los insectos

    y al ladrido de los perros

    y a los cachetazos mata–mosquitos

    y al brillo del riachuelo:

    extenso y paciente brazo que resguarda

    (como un artilugio–espejo de bronce)

    la luz suficiente para iluminar nuestros pies a la orilla de su columna,

    ahora [nosotros] también chicharras decididas a pegar un último alarido y morir

     en pos de volvernos estática–eléctrica

    (como la densidad del éter: fenómeno perceptible a través del calor del verano y el frío seco de invierno)

    o relámpagos

    o esbeltos como las centellas que,

    como alas de libélula,

    decoran con guirnaldas al oscuro lienzo de la noche,

    (ahora tormenta)

    o volvernos llovizna para extendernos por el torso de la arboleda

    y elevar esporas por el aire

    y esparcirlas por el suelo

    ahora humedad,

    ahora pantano,

    ahora secreto.

     

    III

     

    una ráfaga de viento

    (como un torbellino que baja a toda velocidad por el monte Brocken en la noche)

    elevó consigo un extraño calor y, antes de volverlo llovizna, lo convirtió en seráfico fuego, iluminando la noche y el escape de los insectos (agradecidos por la cristalización de las nubes) hacia sus madrigueras:

    huecos y bolsillos de nuestras camisas

    y nuestros poros

    ahora también parte de un gran rizoma.

     

    IV

     

    entre el caos logramos escapar hasta los labios

    o alguna cuenca de agua

    a las orillas del mar de la tranquilidad

    y al recuperar la compostura

    volvimos a zambullirnos entre el remolino del cielo

    y salimos disparados como dos gotas de adularia por el aire

    y, sin paracaídas,

    nos volvimos uno con el suelo

    y décadas después nos descubrieron mercantes marítimos

    y viajamos por el mundo como piezas de algún collar aristocrático

    y nos volvimos la inspiración de los artistas

    y en falsificaciones de vidrio vendidas por montones

    puesto que éstas se asemejan a fragmentos noctilucentes

    que recuerdan, a su vez,

    a la llamarada que vio nacer al Estanque [1].

     

    Las ciénagas

     

    I

    Verás,

    cuesta comprender que en el Paraíso convivan

    (como ánimas complementarias que mueven al mundo),

    los relámpagos y el trinar de los pájaros:

    meditativos ante el verde oleaje que los tibios chaparrones de verano dejan consigo.

    Cuesta porque tanto antes como después de la tormenta

    el cielo pareciera abrir su pecho

    (como el de un titán celeste)

    y soltar quejidos capaces de sacudir al mundo

    y cantos capaces de tranquilizarlo.

    Cuesta porque después de la tormenta lo que sigue es el olvido.

    Las primeras sombras comenzaron a posarse sobre la vegetación y antes de caer la totalidad de la noche recuerdo que me preguntaste:

    «¿el olvido de qué?»

    Y comencé a cantar junto a los pájaros.

     

    Ellos lo saben,

    hay algo más allá del monte de las águilas,

    más allá de las colinas,

    más allá del árbol viejo:

    es un secreto

    invisible como el aire

    o como los cuerpos que flotan en el prado por las noches como en forma de moscas,

    de luciérnagas,

    o de libélulas azules al pie de los estanques cristalinos de plata

    de fulgor vidrioso

    o portal y dimensión para los ángeles emplumados.

     

    Los pájaros lo saben y por ello con facilidad se entregan,

    como en un sacrificio premeditado,

    contra las ventanas de los edificios iluminados por el sol.

    Ahora ellos flotan con nosotros y se vuelven gotas de agua

    y viento

    y escarcha,

    decorando al horizonte del Paraíso con un manto de polvo el cual,

    desde aquí,

    se asemeja al dorso de un gigante que reposa y da forma a las montañas.

     

    Al pasar de los días no vi en ti excepto al horizonte,

    largo y tendido como una manga de aire noctilucente,

    (ahora parte del Paisaje

    y luego lo serás del olvido).

     

    Por eso cantamos nosotras las aves:

    para evitar asfixiarnos ante la frondosidad del bosque que alguna vez también fue tu cuerpo,

    ahora cuencas de agua donde los peces dorados flotan como somnolientos y brillan por las noches,

    volviéndose luceros de fulgor metálico

    como chispas de fuego

    o como pétalos de nomeolvides

    y de las demás florecitas silvestres con las que decoro mi cuello.

     

    Desde aquí te asemejas a un puntito rojo sobre mi frente

    o sobre mi espalda recostada sobre las paredes blancas de las casas iluminadas por el sol al borde del río;

    allí pareciéramos flotar

    y ser haces de luces

    y brazos de enredadera, altos como mesetas al límite del monte oscuro.

     

    Aun así, el puntito no era sino una manchita de sangre seca,

    quizás la marca impertinente de algún mosquito,

    o quizás el recordatorio de que aún convivo, muy a mi pesar, con el devenir del olvido.

     

    Cae la noche sobre las ciénagas

    y sobre mi cabeza

    sobre mi torso

    y sobre mis pies

     su manto se siente como un cuchillo

    que amenaza con volverme no Paisaje

    sino cadáver y luego nada,

    excepto un hueco oculto en el curso del aire.

     

    II 

     

    Una brisa fresca mece la copa de los arboles, húmedos aún bajo el manto incoloro de la madrugada la cual, desde hace semanas ya,

    no se despide hasta pasada la una y me doy cuenta que, si algo falta aquí,

    es la densidad de tu corporeidad; ahora oscuridad ante mis ojos

    más no ante mis manos

    pues aún soy humano

    y no sólo eso sino también

     

    solitario

    paralizado

     

    como la vegetación que recibe a la noche

    sin derecho a réplica alguna

    pues así se vive en las ciénagas.

     

    No es sorpresa para ninguno

    que la pesadumbre de tu rostro

    no permita dibujar en él expresión alguna

    pero he ahí el secreto de tu encanto;

     

    pues solías cantarle al vacío

    acerca de soledades y amores imposibles

    y me era inevitable

    no identificarme

    igual que con las rosas que crecen

     

    rígidas

    hermosas

     

    y bordean los laterales de la casa en la que solías vivir

    y que ahora habita el trinar amarillo de los pájaros:

    serenata capaz de reunir la nostalgia que arrastras

    al igual que mis dedos;

    ahora raíces.

     

    El final del día trae consigo

    un rumor que logra perderse,

    sin triunfo alguno,

    bajo el apabullante vislumbre negro

     

    de la noche

    de la tormenta

     

    y que, en lugar de rellenar el vacío de mi habitación, lo expande.

     

    Ve como salpican los nubarrones en la profundidad de mi estómago

     o ve como acerco a la ventana mis tímpanos para que con tus dedos puedas tocarlos 

    o salta como entre acordes por la ventana

    que yo estaré aquí,

    viendo como los estruendos desaparecen por entre el silencio

    (al igual que la falsa promesa de llovizna)

    que tu canto cautiva y a mis ojos altera

    pues podría caer boca abajo y estamparme contra los trozos de loza aún hirviendo

     

    amargos

    mudos

     

    ante la falta que ocasiona la huida de lo duradero 

    o podría comenzar por cambiar eso, si tan solo pudiera rearmar mi lengua;

    ahora cenizas.

     

    Podría, sin embargo,

    abrir de par en par los ventanales

    con la esperanza de que entre consigo la tormenta,

    pero heme aquí,

    sentado sobre una silla de arena,

     

    he ahí la metáfora.

    *

    Notas

    [1] *El Estanque (fragmento de Sarandí Blanco)

    Brilla por las noches,
    al dar vuelta una vez más la tierra,
    El Estanque;
    ápice de fulgor ennegrecido de azul
    al cual voltean los animales una vez están solos,
    tornándose de color ante la añoranza
    (pues de sus facultades, esa es una de las más extrañas);

    Si con suerte y paciencia cuentas
    al soplar el viento puedes verle moviéndose,
    gigante como una tormenta marítima,
    frágil como una bandada de pájaros,
    (los cuales, en canon,
    se asemejan a límpidas pernulas);

    Fragmento irregular del otro extremo del cielo
    (el cual conflictos y reconciliaciones ha motivado);
    polka con el cual Kusama decora también al río,
    allí donde se vió, por vez última, a Ofelia
    (y donde ahora, en su lugar,
    los patos se tornan flores);

    Hay en él una particularidad inofensiva
    (lo noté al disponer ante él mis sentidos)
    puesto que cuando todos duermen
    se escucha, en el invisible silencio del bosque,
    su latido cada vez más denso pronunciar
    (ante la luz del nuevo día),


    «nattura,
    nattura»;

    Y entre los barrancos su mensaje se expande,
    pues consigo los terneros pacen
    y consigo el vuelo de las aves es posible
    y los árboles (¡ah!, los árboles)
    reiteran, al desperezarse
    (como si de un saludo o código secreto se tratase),


    «nattura,
    nattura».

    Charles De Vis

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