no bajan para abrirle la puerta al amante
que es un viejo sin un peso
o un treintañero indie
aunque les encantaría que tengan guita.
Cuando se sienten tristes porque advierten
lo que el resto prefiere ignorar,
se cortan el pelo,
se sacan las cejas,
se fuman un paquete de tabaco en tres días,
se ponen la joyería que antes les molestaba.
Piensan, tocandose los pezones en el pasillo,
en lo felices que serían sin tanta intuición.
Se sacan con las amigas porque ellas exceden;
entonces compran ropa en facebook,
se enojan porque ponen límites y no los respetan,
tiran las cartas: otra vez buscando respuestas,
esquivan la culpa, que es abundante.
No saben llorar. Cuando están tristes reposan mirando la nada
esperando que la oscuridad las absorba, o por lo menos,
las camufle de sus propias existencias.
Se enchufan unas gotas o un falo de goma
porque es casi igual de artificial
que la piel de alguien que no aman
al cual, en la superficialidad,
siempre rechazaron.
Por lo menos, los objetos no respiran
y lo bien que hacen: un suspiro sobra para ser tomado
como habilitación jurada para la soledad intuitiva,
el aislamiento visceral que tienen reunidas.
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