No hay edad para doler,
y a mí me duele el cuerpo entero.
A veces siento que estoy hecha de eso:
de todas las ausencias que habito.
Estoy tan cansada de sentirme sola,
de creerme sola,
y que lo único que me acompañe
sean los espectros de las personas que amé.
Entonces me habito en silencio,
como si el mundo se hubiera quedado sordo,
como si nadie supiera que sigo acá
llorando bajito.
A veces pienso que no nací,
que fui invocada por la tristeza de alguien más,
que soy el eco de un abandono,
un susurro de alguien que no encontró refugio.
Me abrazo para no quebrarme,
pero mis brazos también tiemblan.
Y cuando duermo,
no descanso:
sueño con voces que ya no me nombran,
y añoro manos que se fueron borrando
de mi piel.
Mi cuerpo es una tumba de recuerdos,
una tierra cansada de sostener ausencias,
pero aún fértil,
porque incluso la tristeza,
cuando se queda, germina.
Y aunque a veces me arrastre,
aunque me consuma el frío,
sé que hay algo —mínimo, rebelde—
que sigue latiendo en mí.
Una llama que no se deja apagar,
que no olvida el calor
ni el deseo de volver a ser hogar
y no solo ruina.
Porque doler no tiene edad,
pero vivir tampoco.
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