Nos escurrimos de la oficina gris,
como dos sombras hartas de números y órdenes,
y en la tarde indolente nos deslizamos
hacia el museo donde duermen los fantasmas.
Allí, entre las ruinas y los cuadros olvidados,
te miro de reojo, te sé cercana,
pero la pátina del tiempo nos cubre de polvo
y el deber nos graba su marca invisible.
No decimos nada, no hace falta.
Tu risa tenue es un eco dorado
que se derrama sobre el mármol frío,
mientras mi pecho arde en su miseria.
Caminamos después junto al río,
tú en la costa de Patagones,
yo en la costa de Viedma,
dos almas que se desean sin tocarse nunca.
El agua nos separa como un castigo divino,
y en sus reflejos veo mi condena:
tu silueta recortada contra el atardecer,
la brisa enredándose en tu cabello,
el fulgor secreto en tus ojos
que nunca serán míos.
Pecado dulce que jamás se consuma,
belleza cruel de la espera inútil,
eres el perfume de una flor lejana,
el goce que nunca devora la carne.
Así pasará el tiempo, así moriremos:
tú, siempre frente al agua,
yo, siempre contemplándote.
Y el río, implacable, riéndose de los dos.

Giovanni Battista Manassero
Escribo para encontrar lo extraordinario en lo cotidiano, entre el absurdo, la nostalgia y el mate bien amargo.
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