Soy consciente de que morí; solo respiro por costumbre.
Morí una y mil veces, y aún sigo aquí.
Morí aquella noche de diciembre, y también la de febrero.
Morí un poco más cuando creí que mi padre me dejaría ese día.
Nunca olvidaré el miedo que sentí, cómo creí que mi vida terminaba ahí.
Nadie estuvo. Solo yo.
Morí esa tarde, en ese viaje, en ese escenario: mi último baile.
Son incontables las veces que pensé en volverme devota de Dios, buscando desesperadamente un lugar donde apoyarme, porque no encontraba consuelo en ningún lado.
Quería algo en qué creer, alguien superior que solucionara mis problemas y borrara mi dolor.
Pero nunca lo hice.
Salí de todo yo sola, cargando con toda mi tristeza, con todas las noches de insomnio, con todas las marcas que gritaban “nunca más”, con todas las súplicas desesperadas que repetían “no quiero sufrir más”, “si no es para mí, llévatelo”, “por favor, te ruego, no lo alejes de mí”, “toma mi vida y desaparece su dolor”, “quiero perder toda capacidad de sentir”.
No puedo explicar a quién le hablaba exactamente.
Eran gritos ahogados en una habitación oscura y silenciosa, suplicando a lo que fuera que estuviese escuchando que, por favor, hiciera algo.
Pero nadie —ni nada— hizo algo.
Muerta-viviente seguí, con más marcas, con más despedidas, sin consuelo, sin un lugar donde correr, sin una lápida donde descansar.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión