Lagrimas Tragadas

Anhelo el vino oscuro de tus lágrimas,
ese licor que sabe a todo lo que callaste,
a los suspiros que se quedaron flotando
cuando el mundo te olvidó entre sombras.

Déjame beber de tu quebranto,
como quien besa una herida para hacerla suya.
Que tu tristeza me habite la sangre
y no quede en mí más pulso que el tuyo.

Quiero que tu pena me nombre en la noche,
que sea fiebre en mi pecho
y eco en mis palabras,
como una oración rota que nadie más reza.

Permíteme ser el vaso donde escondes lo que duele,
el rincón donde dejas tus sombras
cuando no sabes a dónde van los que no lloran en voz alta.
Haz de mí tu confesionario mudo.

Déjame hablar con la voz de tu tormenta,
que mi boca diga lo que tú silencias,
ese dolor tan antiguo que ni tú reconoces,
pero que vive en tus gestos como un fantasma fiel.

Que cada palabra mía lleve el rastro de tu duelo,
y cuando el mundo me escuche reír o soñar,
note el sabor a sal que dejaste en mi aliento,
como el último beso de un amor que se rindió.

Quiero que sepan (cuando me vean temblar)
que yo bebí de ti,
de tu tristeza intacta,
de tus lágrimas no derramadas,
y que nada en mí es mío,
porque todo lo que soy,
te llora a ti.

Permíteme, amor, ser esa copa sin fondo,
la que recoge tus inviernos y los guarda como promesas,
la que escribe con tu pena los versos que tú no dijiste,
la que sangra en tinta invisible cada vez que te nombra.

Déjame ser el eco de lo que tú no pudiste gritar.
Porque a veces, amar,
es aprender a dolerse por otro
como si una misma estuviera muriendo.