—¡Ustedes no saben nada de la vida, caballeros!
Miami es un pueblito de campo: sin diversión, sin na ni na. Nos decía aquel viejo cocodrilo con un extraño cigarro en la boca, de esos que antes se llamaban presidentes.
El Calvo y yo nos miramos, un poco perplejos. A pesar de ser la primera vez que coincidimos, logramos empatizar mientras recibimos la reprimenda.
…
Todo comienza cuando me acerco a la puerta de la tienda y veo a este par de personajes curiosos.
Cubanoamericanos, pensé de inmediato por su aspecto. Al acercarme lo confirmé: sus acentos los delataban.
A uno de ellos se le escapa, espontánea, la más singular y criolla de nuestras palabras:
—¡Pinga!
Faltaban apenas cinco minutos para que abrieran. Entonces empezamos a hablar de lo que hablan los hombres cuando no hay mujeres escuchando: cualquier bobería.
—¿Tú sabías que en Angola hay negros que hablan un español perfecto?
—Claro, acuérdate que allá fueron los cubanos mandados por quien tú sabes.
—Y también —añadí metiendo la cuchareta— hay angoleños que fueron a estudiar a Cuba.
—Sí, y hasta en Marruecos —respondió el mayor.
—Claro, fueron colonia española.
—Como Filipinas.
—Mmmm… sí, pero los filipinos hablan enredado, solo ellos se entienden.
—¿Cierto? No lo sabía.
—Sí, sí… ¡y las filipinas, muchachos! Qué hembras aquellas. Con esos tamañitos y esos senitos paraditos, que te brincan arriba como si fueran una resortera.
La risa se nos atraganta.
—¡Nada, ustedes no saben nada, caballeros! —remata el viejo.
De pronto, como quien corta una película para poner un comercial, nos suelta, en un inglés impecable:
—Serví durante catorce años en esas islas, en la Marina americana.
—Thank you for your service, Sir —atiné a responder, con mi machucado dialecto.
Se le dibuja en el rostro la complicidad de quien se sabe bien apreciado. Con un leve gesto de aprobación, asiente.
Ya casi a punto de abrir la tienda, baja la voz y, en un susurro, confiesa:
—El único problema es que hay que estar seguro de que es una chica, chica… ¿me entiendes? Si es un diez de diez, sal corriendo, que eso es un macho. Las filipinas son casi siempre hasta un ocho.
Hace una pausa y añade:
—Por eso, siempre que las veía, preguntaba: Ladyboy? Y si no contestaban, pues ya tú sabías que ahí no era.
Casi al cruzar la puerta del establecimiento lo escucho murmurar, como para sí mismo:
—El único problema, al final, es que cuando me encuere con una de ellas… ¡te saque un fuete más largo que el mío!
Se queda paladeando la idea, escupe el mocho de tabaco y, antes de entrar, se persigna.
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