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La violencia humana en el cine (o por qué ya no miramos bajo la cama)

Oct 18, 2025

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La violencia humana en el cine (o por qué ya no miramos bajo la cama)
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Desde los albores del cine de terror, éramos capaces de imaginar monstruos destruyendo ciudades, vampiros en los castillos, criaturas salidas de pesadillas sobrenaturales. Aquellas figuras eran proyecciones de nuestros miedos más primitivos: la oscuridad, lo desconocido, lo inexplicable. Pero con el tiempo, ese horror externo fue perdiendo fuerza. Las películas comenzaron a mirar hacia adentro y entendimos que el verdadero monstruo ya no es algo que viene de afuera, sino alguien que podría estar al lado nuestro.

Un punto de inflexión lo marcó Alfred Hitchcock con Psicosis (1960). La película está basada en la novela de Robert Bloch, inspirada a su vez en el caso real de Ed Gein, un hombre de Wisconsin que en los años 50 horrorizó a Estados Unidos por profanar tumbas, conservar restos humanos y mantener una relación enfermiza con la memoria de su madre. Gein nunca fue exactamente Norman Bates: no tuvo un motel, no asesinó como en la película y Bloch confesó que cuando escribió la novela ni siquiera conocía todos los detalles del caso. Pero la semejanza simbólica —la madre dominadora, la casa aislada, la represión que enloquece— le permitió a Hitchcock explorar algo nuevo: un terror profundamente humano, psicológico, cotidiano.

Mientras tanto, el mundo también estaba cambiando. Las generaciones que crecieron tras la Segunda Guerra Mundial habían visto imágenes imposibles de olvidar: montañas de cadáveres en los campos de concentración, ciudades reducidas a cenizas por los bombardeos, la devastación nuclear de Hiroshima y Nagasaki. Aquello que antes pertenecía a la ficción —el mal absoluto, la crueldad sin límite— se había hecho real. Por primera vez, el horror no era imaginado: era documental. Los métodos de tortura, los experimentos médicos inhumanos, la industrialización de la muerte transformaron nuestra percepción del ser humano. Si eso podía hacerlo una persona de carne y hueso, ¿qué necesidad había de monstruos inventados?
Dos décadas más tarde, la Guerra de Vietnam profundizó aún más ese quiebre. El público estadounidense veía cada noche en televisión imágenes de aldeas arrasadas, cuerpos carbonizados por el napalm, jóvenes soldados perdiendo la cordura en la jungla. La violencia dejó de ser un espectáculo lejano: entró a los hogares, al noticiero, a la mesa familiar. Y el cine, como espejo de su tiempo, comenzó a responder. Películas como La masacre de Texas (1974) o Taxi Driver (1976) no hablaban de demonios, sino de las consecuencias de una sociedad enferma, fracturada, brutalizada. El terror ya no venía de otro mundo, sino del nuestro.

Con esto, pasamos de preguntarnos “¿Qué hay debajo de la cama?” a algo mucho más inquietante: “¿Qué sucede en casa?”, “¿Qué pasa con quienes amamos?”, “¿Qué secretos oculta ese vecino tan normal?” Bueno, uno nunca termina de conocer a la gente. La monstruosidad se volvió doméstica. Psicosis, La masacre de Texas, El silencio de los inocentes y tantas otras nos enfrentan con esa verdad incómoda: el monstruo ya no necesita colmillos ni garras, porque puede tener un rostro humano, una historia, una justificación. Puede ser nosotros mismos. Ya no miramos bajo la cama porque aprendimos que el miedo no se esconde allí. Está en la mirada vacía del asesino, en la indiferencia ante el dolor, en la violencia que se normaliza. El cine de terror dejó de hablarnos de lo sobrenatural para hablarnos de lo que realmente nos aterra: la capacidad infinita del ser humano para destruir.

Mauro Oviedo

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