El segundo viernes de mayo fui a la feria del libro. Es uno de los eventos más tradicionales en mi calendario, intento ir todos los años como cuando era nena. Mango me contó que se mudó, es cerca mío: por primera vez tengo un colectivo directo. Pasé con el 34 por las avenidas donde hoy él vive. En el momento en que frenó el colectivo esperé que se suba al mismo como un acto obvio, cantado. Analicé a todas las personas mientras subían convencida de que iba a reconocer su corte al costado y sus ojos desganados; que aparecería aunque sea cruzando la calle, enfrente, por Juan B Justo o por Paysandú, pero que esté. Sentí que lo iba a encontrar, que él estaba esperándome a que baje y suba al ramal de Ciudad Universitaria porque el colectivo al que me subí yo iba a Aeroparque.
Me desesperé mucho cuando avanzó el bondi. Avanzó sin él, no lo levantó, Mango no estaba en ese 34, y no supe por qué si pasé por sus calles. No sé por qué no lo ví, si él siempre estuvo ahí y tenía que estar ahí. Siempre me cuidó entre la multitud, siempre lo tuve en cuenta, siempre fuimos familia. Mango siempre fue mi compañero, mi mejor amigo, por encima de cualquier ideal.
Quizás fue la amistad donde más entendimos que por encima de la ausencia o el desencuentro el afecto era intrínseco, tangible, moldeable. No se si Mango lo sentirá así. Creo que a día de hoy es la única persona que no puedo olvidar haber querido porque no lo puedo dejar de querer: no tengo la espalda para olvidarlo. Tampoco concibo una razón justa para hacerlo: no supe enemistarme con él.
Tironeé con todos nuestros amigos hasta que me rendí. Con él me duele rendirme: él siempre tironeó junto a mí, recolentando infortunios y malas pasadas, pero siempre tironeó, nunca se mantuvo al márgen. Él siempre nos cuidó, nos unió, nos quiso ver contentos por sobre su propio descontento. Varias veces se le notó.
Yo sé que el sol le huye. Sé que él tiene razones para guardar rencor. Sé que le pesan los latidos, la esperanza ausente, el consuelo inalcanzable. Me resulta desagradecido darle la espalda. Mango fue la única persona con la que canté, con la que me sentí protegida. Una vez casi me pisan en la bicisenda de la calle Montevideo, y él estaba atrás. Me reí, no tuve miedo; fue inesperado pero él se asustó, yo no. También fuimos a ver a Hozier juntos y él me abrazó fuerte cuando lloré con Cherry Wine. Me salvó las papas actuando en mi primer cortometraje de la escuela, que tanto me emocionaba y tan mal funcionó.
Después de no encontrarlo lloré en el colectivo. Me senté junto a la ventana y ví a muchas personas parecidas a él. Ninguna era él. Llegué a La Rural y le lloré a la luna. Es difícil estar sola.
Seré distante,
sin embargo,
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