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    La vida en el nido

    Keima

    Aug 22, 2024

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    La vida en el nido
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    Carmen golpeó suavemente un huevo contra el borde de la sartén. Vertió el contenido y echó la cáscara en el tacho de basura. Repitió la acción con el siguiente y el siguiente. Cuando llegó justo el momento del último, la cáscara cedió y cayeron algunos fragmentos en la mezcla. La llama estaba baja y el aceite no había levantado temperatura aun. Cuidadosamente, utilizó sus uñas para pellizcar los cachitos y descartarlos, arrastrar la cáscara y dejarla caer fuera del cuenco.

    Sumó el revuelto a un plato sobre la mesada en el cual acababa de servir tiras de bacon recién hechas y se apuró a servir una taza de café antes de que baje la jefa.

    Ese día, Carmen había llegado tarde así que apenas escuchó los pasos en la escalera corrió a cambiarse. Se quitó la remera, una manga corta color marrón con el diseño de un par de alas y un pico estampadas en el torso. Se puso la camisa habitual de trabajo. Una camisa simple, color azul oscuro casi negro.

    Al regresar al comedor, Vanina estaba bostezando abriendo la boca a más no poder.

    –Su desayuno está listo. Recién hecho –dijo por instinto.

    –Lo vi, gracias –respondió.

    Le dio un sorbo al café y lo apartó. Enseguida se dio vueltas y abrió un aparador detrás suyo del cual sacó una copa de cuerpo ancho con detalles dorados en la boca. Abriría el primer vino del día.

    Vanina, la señora, era la dueña de “El Cuenco”, la enorme propiedad en la que Carmen trabajaba como empleada doméstica. Era una mujer muy mayor que sabía mantener su aspecto juvenil aparentando una edad mucho menor a la que realmente tenía. Su día a día se basaba en pasar el tiempo leyendo, tomando sol junto a la piscina, viendo la televisión y bebiendo vino. Bebiendo mucho vino.

    Carmen se preocupaba por Vanina pero más preocupada estaba en cumplir con su labor. El terreno era enorme y la casa parecía una mansión. Había cientos de habitaciones y Carmen estaba encantada con cada una de ellas.

    Partiendo por la entrada de la propiedad, un enorme muro de casi dos metros con acabados de piedras de colores claros rodeaba el terreno. El portal tenía una entrada doble de rejas altas color negro, sobre ella, un entramado de barras que escribían “El Cuenco”, nombre de la propiedad.

    Un camino perfectamente delimitado por grandes piedras de cuarzo rosa se dirigía hacia una estatua por la cual se dibujaba una rotonda para los vehículos; detrás, la entrada principal a la casa.

    Carmen siempre pasó por la estatua y se detuvo a apreciarla. Le encantaba. Se trataba de un par de figuras aladas con plumas enmarañadas en la cabeza. A ella siempre le pareció hermosa, majestuosa como la figura del ave fénix. La miraba de arriba abajo, le parecía una criatura divina, mitológica con esas vibras aunque en el fondo sabía que la criatura era un crespín.

    Los límites internos del terreno estaban delimitados por una gran variedad de árboles de gran tamaño. El interior, tenía el césped parejo, verde como ninguno; un playón para circular y una enorme piscina con el agua cristalina como una joya.

    Carmen acomodaba el desorden, quitaba el polvo y trapeaba, a gusto, rodeada por plantas con aromas deliciosos, pinturas bellísimas y el ambiente sofisticado de los dos pisos que la casa ofrecía. Las horas se le pasaban volando de tan encantada que se quedaba con tan solo estar allí presente.

    A la hora de retirarse, guardaba sus cosas y daba una última revisión rápida a cada habitación caminando lentamente entre la calma y la fusión de olores lavanda y lima.

    –¿Terminaste por hoy? –escuchó a Vanina en el living.

    Carmen fue hasta allí.

    –¿Terminaste, cariño? –repitió al verla.

    Vanina estaba sentada en un sillón junto a los enormes ventanales del living. La luz entraba de lleno. Estaba sosteniendo su cuaderno negro en el que solía escribir. Su copa de vino estaba a la mitad y había una botella vacía en el suelo.

    –Sí. ¿Necesita algo más? Estaba por retirarme ya.

    –No, cariño –su voz sonaba atontada, adormilada por tanto alcohol–. Puedes irte, puedes irte.

    Vanina bajó la mirada y escribió algo en su cuaderno. Carmen la observó un momento. Siempre estaba escribiendo a mano en esas hojas. Carmen sospechaba de que no era el primer cuaderno que completaba con garabatos y bagajes. Siempre sospechó que Vanina trabajaba en el manuscrito de una novela pero alguna vez había logrado ver a lo lejos esas notas. Por el formato, parecían poemas o entradas de diario, como si llevara un registro de algo sin forma. A pesar de la enorme curiosidad, jamás se atrevió a preguntar. La mirada de Vanina al escribir iba más allá de los ojos de una persona ebria. El aura que emanaba mientras trabajaba en su escritura era la de un penitente, un embajador de la melancolía y el dolor.

    –¿Te gusta trabajar aquí, Carmen? –le preguntó apenas se dio vuelta para irse.

    –Por supuesto. La casa me parece bellisima, la paga es buena y no me queda muy lejos de mi departamento. Además, usted no hace mucho desorden, eso me facilita mucho las cosas.

    Vanina se rio.

    –Entiendo. A mi también me gusta tu compañía en la casa, lo aprecio mucho.

    Vanina le sostuvo la mirada un instante. Carmen empezó a incomodarse.

    –Me retiro ya. Que tenga linda noche.

    El sol empezaba a esconderse y las luces de las veredas se encendían. Carmen caminaba abrazada a su cartera con una gran sonrisa rumbo a la parada del autobús.

    Carmen trabajaba seis días a la semana, desde primera hora de la mañana hasta las últimas de la tarde. Siempre tomaba la misma ruta para ir y la misma para volver. Siempre con la mirada perdida y una enorme sonrisa en su rostro.

    A pesar de tener horas en transporte, se centraba tanto en sus ideas que se le pasaban volando. Recordaba el blanco de los pilares de mármol en la entrada, los reflejos cristalinos del agua de la piscina que se dibujaban en el living a través de la pared vidriada que daba al patio, la escalera de vidrio, el delicado piso de madera, los azulejos, los alfombrados de lujo, las luces flotantes, la isla en la cocina, la majestuosa chimenea y las puertas de caoba de los cientos de cuartos. Y ni hablar de la estatua en la rotonda interior, la amaba.

    Carmen llegaba a su pequeño monoambiente ubicado en el segundo piso de un monoblock junto a la autopista. Cerraba las ventanas para apaciguar el ruido de los vehículos circulando pero apenas lo reducía un poco. Se preparaba una cena rápida y, después de hablar ocasionalmente con su pequeña hija a quien dejó al cuidado de su hermana en un país extranjero, se iba a la cama a dormir.

    Carmen y Vanina solo tenían una cosa en común y era distancia con sus familias. En ambos casos la distancia los separaba, pero cada caso era distinto. Carmen, debió migrar. Su familia quedó del otro lado de la frontera y ella salió al mundo en busca del dinero y la subsistencia. Su pareja nunca existió, solo el amor de su pequeña y el apoyo de su hermana. Muy de vez en cuando conversaban por teléfono, solo lo justo y lo posible que el cansancio acumulado en el día les permitía. Vanina, en cambio, tiene hijas más mayores capaces de cuidar de ellas mismas por su cuenta de manera independiente. Su pareja, según cuenta ella, se la pasa en París buscando artistas, comprando y vendiendo obras de arte a muestras por todo el país. Esos lazos estaban heridos, abandonados. Vanina  había recibido llamadas múltiples veces de sus hijos que no la visitan por sentirse encerrados allí, por no tener tiempo para dejar sus labores y otras excusas que ya no toleraba más. Mientras, su pareja siempre prometía terminar pronto esa gira del arte en la que estaba pero jamás se había dado. En los años que Carmen había trabajado en esa casa, jamás vio el rostro de esa persona. Vanina le había pedido incluso que no conteste o que les diga que no estaba. Ellos tampoco se esforzaban demasiado en volver a comunicarse o dejar algún mensaje para más tarde.

    Carmen se vio en la obligación de dejar a su familia esperándola, Vanina fue totalmente dejada de lado en esa enorme mansión.

    Otra mañana, otro largo viaje hasta El Cuenco. Carmen pasó junto a la estatua de siempre y acarició el pico del ave. Luego de una sonrisa a la obra, entró en la casa. Se cambió de inmediato, su jefa aún no se había despertado. Recogió en silencio una bandeja de madera que Vanina había dejado en el living con restos de lo que fue la cena en un plato. De acompañamiento, y para sorpresa de nadie, había una copa volcada y una botella de vino que sin dudas no era la misma del día anterior.

    Luego de recoger calzados y ropa de la misma habitación, se dirigió a lavar los trastos. Como no escuchó ni un solo sonido proveniente de la habitación de arriba decidió no hacer el desayuno y directamente dejar ya preparadas las cosas con las que haría el almuerzo. Vanina dormiría hasta tarde.

    Carmen bajó al sótano. Atravesó una habitación llena de cajas y máquinas para ejercitarse cubiertas con mantas para no acumular polvo. Siguiendo la misma dirección, se topó con una enorme puerta de acero, como las de las cámaras frigoríficas; accionó un interruptor que encendió las luces y abrió las puertas descubriendo la inmensa extensión de decenas de anaqueles y repisas. Un montón de pasillos y más pasillos cargados de mercadería componían la despensa más grande que cualquier ser humano había visto. Recorrió el camino directo hasta el anaquel en el que estaban las latas de choclos con las cuales haría una ensalada. La despensa era inmensa. Cada mes llegaba un cargamento con productos de todo tipo, desde alimentos enlatados hasta verduras y artículos para el cuidado del cabello. De no ser porque ella ya había memorizado donde estaba cada producto podría simular una visita al supermercado del barrio. La despensa, incluso sin ser repuesta, podría continuar llena por dos vidas.

    Al volver a subir, escuchó a lo lejos el sonido de un corcho rompiendo el vacío. Vanina se había levantado e iniciado su día de la manera más tranquila.

    A la hora del almuerzo, ya con la comida servida, Vanina invitó a Carmen a comer con ella. Por lo general, comían separadas. La empleadora en su comedor, y la empleada en la cocina o en cualquier otro espacio que le quede cómodo lejos de Vanina. Carmen aceptó la invitación.

    Se sentaron una enfrente de la otra.

    –Anoche no se escuchó ni un ruido en toda la noche –dijo Vanina.

    –Es una casa grande –respondió Carmen sin saber bien qué decir–. Quizás, como la casa está separada del frente, el ruido de la calle no llega a percibirse.

    –Había un pájaro –dijo pensativa viendo hacia la ventana–. No reconozco su aspecto ni su canto pero me despertó. Ahora que lo pienso… es lo único que escucho.

    –Aunque el silencio puede ser muy extraño en su lugar me sentiría muy agradecida. Vivo junto a la autopista, es un infierno.

    –¡Y el teléfono! –recordó– Hace tiempo que solo lo dejo sonando. ¿Qué hora será en París?

    Carmen hizo un gesto de negación mientras masticaba. No tenía ni idea.

    –A veces pienso en cómo será cuando mi pareja regrese –agregó Vanina y enseguida bebió un gran trago de vino–. Está en París haciendo sus cosas. Y yo aquí, sola, haciendo las mías.

    Vanina sonrió y alzó la copa insinuando que a eso se dedicaba. Carmen no pudo evitar sentir que el ambiente se había puesto tenso. No quería que su jefa siga con ese humor y mucho menos porque seguramente mencionaría a sus hijos en cualquier momento.

    –¿Qué pasatiempos tiene? –preguntó Carmen–. La he visto escribir, ¿quizás de joven se interesaba en la escritura?

    –No, no –contestó, y enseguida la miró fijamente. Sus ojos eran poderosos, intensos pero nebulosos, había un recuerdo atravesado con el que chocaba al ver a Carmen–. En algún momento, hace tanto tiempo ya que casi lo había olvidado… yo limpiaba casas –asintió con una sonrisa–. Yo me dedicaba a limpiar casas.

    Vanina no terminó su plato. Se fue a escribir en su cuaderno llevándose consigo una botella de vino. Carmen recogió y lavó todo. Como vio a Vanina tan decidida con los planes que realizaría el resto del día, ella se dispuso a empezar limpiando la habitación.

    Al entrar en el cuarto de Vanina, no solo se encontró con el típico desorden. No solo había algunas prendas de ropa tiradas o colgadas en alguna silla, la cama desarmada y algún vaso en la mesa de luz; se encontró con que había una botella de vino vacía junto a la cama. Vanina había empezado a beber desde temprano ese día y ya iba por la segunda botella. Apenas había pasado el mediodía.

    Carmen dejó ordenada, brillante y con olor a lavanda toda la habitación. Bajó las escaleras cargando una canasta con ropa para poner en la lavadora. Siempre le gustó el diseño del particular trenzado del cesto de mimbre y como sonaba su calzado contra esa escalera cristalina al subir y bajar por ella. Cada día encontraba alguna cosa extra que le gustara de aquel sitio.

    Puso en funcionamiento la lavadora y abandonó el cuarto. Camino al comedor, cuarto en el cual trabajaría, se detuvo en seco apenas salió al pasillo. Ahogó un suspiro de susto y se quedó helada. Sintió que se le tapaban los oídos, su respiración sonaba dentro de sus orejas. Se le aceleró el corazón. Vio desde el otro lado del pasillo a Vanina en el suelo.

    La policía llegó casi de inmediato, esa fue la primer sorpresa. La segunda fue la cantidad de patrullas que habían. La casa estaba ubicada en el límite de dos comunas, una zona que por muchísimos años se vio en duda y disputa a la hora de trabajar para la ley. Los vecinos de esos límites siempre se quejaron por la falta de atención, los retrasos o incluso a veces la inasistencia a la hora de hablar con la policía, bomberos y demás. En muchos casos pasaban veinte minutos antes de que llegara alguna patrulla; a veces, ambas comunas esperaban que la otra se encargara del llamado y terminaban sin envíar a nadie ninguna de las dos. En este caso, asistieron ambas.

    Carmen estaba sentada en uno de los sillones del living. Le habían dado una taza de té para que se calmara. Observaba desde su lugar a un par de mujeres adultas vestidas de traje hablando entre sí. Eran las encargadas de la unidad policial de cada comuna en disputa. Apenas las escuchaba desde la distancia pero logró leer entre líneas que no habría investigación porque Vanina era una mujer adulta, alcohólica y su corazón no pudo con el estilo de vida que llevaba.

    Algunos minutos después mientras las personas correspondientes estudiaban el cuerpo de Vanina, los alrededores cercanos de la casa, sacaban fotos y enumeraban evidencia como una botella vacía y vidrio roto de una copa, ambas oficiales de policía se acercaron a Carmen.

    –Bueno, ¿podría pasar por la comisaría más tarde para prestarnos su declaración? –preguntó una de las oficiales, la de pelo castaño.

    –Momento… –intervino la otra antes de que Carmen responda– ¿Entonces irá a su comisaría? Había entendido que pasaría por la mía.

    –Perdón, sí –retomó la primera– No, mejor… mmm… –dudó incómoda y finalmente se enfocó en Carmen–. Joven, usted diríjase a alguna de las dos. Nosotras ya hablaremos para darnos los detalles apenas los recibamos, usted no se preocupe.

    Carmen las miró muy confundida. Ya de por sí tenía una nebulosa en su cabeza que le impedía darle forma a sus ideas.

    –¿No deberían preguntarme cosas ahora? –logró decir.

    –Oh, no se preocupe.

    –Haga su duelo tranquila, tome su tiempo.

    –Es claro que su madre tuvo un infarto.

    Carmen se asombró y abrió grandes los ojos.

    –¿Qué le asombra? –percibió una de las dos oficiales–, ¿que haya tenido un infarto?

    –Mire… –explicó la otra– Por la caída del cuerpo, el olor, la piel y labios resecos; el cuerpo tenía oprimido el pecho y tensionado el cuello, hombros y brazos. Eso es un infarto acá y en todos lados.

    –La gente subestima la bebida. Una mujer tan grande y que bebía tanto… La garitera del barrio nos dijo que vio a su hija muchas veces sacando la basura y se notaba que había demasiado consumo como para solo dos personas. El vino consumido de forma desmedida a largo plazo produce enfermedades cardiovasculares y muerte súbita.

    –Lamentamos decirle esto de esta forma pero… Sé que debe parecerle una gran injusticia que su madre haya partido tan pronto pero esto es una señal para que usted tome mejores hábitos y se cuide mejor.

    –Ya nos retiramos. Mi más sentido pésame.

    Para cuando Carmen logró entender el extraño diálogo que acababa de presenciar se dio cuenta que la camilla con el cuerpo de Vanina salía de la casa.

    Las dos mujeres a cargo de la investigación dieron media vuelta y caminaron mirando de arriba abajo la casa mientras salían.

    –Me da la impresión de que ya he estado en esta casa alguna vez –le comentó una a la otra.

    –Yo igual. Hace como quince años, antes de ser ascendida.

    Carmen se quedó sola. Sentada en el living de la casa totalmente en silencio. Se tomó sus diez minutos para recuperarse del shock de la situación. O eso pensó, para cuando se dio cuenta y enfocó su vista en la ventana y notó que el atardecer estaba cerca. Agachó la mirada angustiada. Viendo poco más adelante de sus pies se quedó con la mirada fija en el pequeño charco de vino que había quedado en el suelo. Ya estaba medio seco pero aún le llegaba con facilidad a su nariz el olor fuerte de la uva dulce.

    Se levantó y caminó, casi arrastrando los pies, hasta el lavadero. Cogió un balde, un trapo de piso y el secador. Regresó al living y empezó a limpiar para ocultar ese espantoso olor.

    Despertó a la mañana siguiente en su casa. Ya era un poco tarde. No tenía sueño pero tampoco quería levantarse. Estaba preocupada, inquieta por la idea de que la familia de Vanina no hubiera sido notificada en el momento. Recordó que la policía la confundió con su hija. ¿Qué sería de la hija de Vanina?, ¿debía llamarla?. Se preguntaba muchas cosas y, aunque era principalmente por el impacto de lo sucedido, no sabía qué hacer con su vida ahora. Debía buscar otro empleo, cambiar su rutina, ir a la comisaría para empezar. No sabía por dónde empezar exactamente.

    Se levantó y, luego de quedarse unos minutos sentada en la cama mirando a la nada, decidió primero ir a El Cuenco. No podría encontrar su tranquilidad sin antes comunicarse con la familia de Vanina.

    Una vez frente a la reja de entrada le costó dar el primer paso. Se sentía extraña volviendo. Pero había tomado la responsabilidad y además tenía su propio juego de llaves de la casa.

    Entró y fue directamente a hacer la llamada. Abrió la agenda de papel que había junto al teléfono. Buscando el nombre de la hija de su jefa, recorrió cada contacto con su dedo partiendo desde arriba. Muchos nombres y teléfonos estaban tachados; había algunos escritos con tinta azul, otros con negro, algunos en rojo y muchisimos parecían haber sido escritos por lapiceras diferentes. Incluso el puño de su escritor parecía distinto en ciertos casos. Sospechó que en esa agenda estaba la progresión de cómo fue el aumento en el consumo de alcohol de Vanina.

    Finalmente, en la letra H, luego de al menos siete nombres seguidos que habían sido tachados, llegó a “Hija”. Marcó el número y rezó para que el contacto no estuviera desactualizado. Pegó el tubo a su oreja y esperó escuchando el tono. Sonó, sonó y sonó sin respuesta. Carmen esperó un momento y volvió a intentar. Nuevamente el teléfono la derivó al buzón de voz luego de sonar por un tiempo.

    Decidió entonces buscar a su pareja pero no sabía por dónde empezar. Carmen ni sabía la orientación sexual de Vanina, jamás mencionó un nombre, podía ser cualquiera en esa agenda. Volvió a repasar con la mirada fugazmente cada página. Prácticamente había más contactos tachados que visibles. Percatandose de la extrañeza, se detuvo nuevamente en la H. Frunció el ceño y, ahora curiosa, se dirigió directamente a la P. “Pareja”, encontró tras una decena de nombres tachados. No podía creerlo pero marcó. Volvió a suceder lo mismo que con la hija.

    No sabía qué hora era en París. De hecho no sabía si la hija estaría allí también o en qué parte del mundo se encontraba. Solo sabía que no podía dejarle la noticia a los familiares en un buzón de voz. Quería llamarlos y decirles con sus propias palabras, no que se enteren por el diario o un correo electrónico.

    Como ya era hora comer y debía esperar, prepararía algún plato ligero para hacer tiempo, darles la chance a los familiares de Vanina para que se desocupen y vean sus teléfonos. Llamaría apenas comiera algo.

    Se sentó en el comedor y almorzó. Se sintió extraña comiendo allí, sola, sabiendo que la jefa no aparecería más. Nunca más.

    Por alguna razón, se percató de la altura del techo en ese cuarto, en lo enorme que resultaban los marcos de los cuadros en la pared frente a ella. Se trataban de tres pinturas separadas por la misma distancia la una de la otra y ocupando todo el largo de la pared. 

    En la primera, la de la izquierda, había un mar embravecido, un remolino violento en el centro de la imagen. Su corriente llegaba incluso a los extremos superiores e inferiores donde había dos puertos. En el de abajo, una persona estaba acomodando cajas con provisiones para que traslade una segunda persona que pilotaba un bote ya en el agua y a un cuarto de camino. El puerto superior, estaba invertido, como si fuera el primer puerto pero espejado. A diferencia del primero, la figura que acomodaba las cajas tenía la vestimenta del piloto del barco pero conservando los mismos movimientos que el cargador opuesto.

    En la última de la derecha, la pintura tenía una espiral rojiza, bordó y morada desde el interior hacía afuera. En el centro, se alzaba la figura de un cuco común con una técnica que parecía desvinculada del lienzo separando el objeto de su superficie. El ave tenía trazos color grisáceos en el pecho mientras que en su vientre y flancos eran más blanquecinos y negruzcos. La vista, hipnotizada por la espiral, se centraba en los otros dos cuerpos en la imagen: abajo a la izquierda, había una figura de un huevo que escapaba por los márgenes; sin embargo, tenía una grieta por la cual se asomaba el pico de un ave junto con sus primeras plumas. La dirección que trazaba este objeto avanzaba en diagonal hacia el margen superior derecho donde había otro huevo con las mismas características. La diferencia era que en este segundo la ruptura estaba en el lado opuesto y la pierna de un ave era la que rompía el huevo hacia adentro. La pierna se asomaba desde dentro pero por como estaba pintado, parecía que se estuviera metiendo en él. Los rasgos de esa pata maltrecha y las plumas dejadas generan la sensación de vejez. 

    Finalmente, el cuadro del centro, mostraba una representación tosca de dos entidades divinas de la mitología griega, Eón y Chronos, ambos mirando al frente. Las dos figuras con colores fríos y rostros pálidos de pie juntos a una pajarera. Entre otros detalles, la obra se presta a fijarse principalmente en aquel objeto de madera entre los divinos y sugiriendo, de alguna forma, que todo en aquel sitio se había detenido.

    Ese día regresó a su casa. No pudo evitar marcharse frustrada por no haber podido contactar a la familia pero también culposa por no haber acomodado el frente por la visita de las patrullas y tanta gente pisando por todos lados el día anterior. Había decidido volver a ir al día siguiente para seguir intentando comunicarse así que aprovecharía a dejar la entrada en condiciones.

    Cenó rápido y se recostó. El viaje la había agotado por lo que se durmió en segundos. Soñó con la casa, con el jardín lleno de flores preciosas de todos los colores y mariposas revoloteando. Se vio parada en la escalera de la piscina, con los pies en el agua. Pero sentía una mirada, algo que la acechaba.

    Carmen llegó a El Cuenco y volvió a salir rápido. Había notado que la estatua camino a la entrada principal tenía una mancha negra producto de algún policía que había recargado su bota en ella. Limpió la suela corrida con un paño y dejó la figura tan perfecta como a ella le gustaba.

    Hizo las respectivas llamadas volviendo a no recibir respuesta alguna y continuó haciendo tiempo entre intento e intento limpiando mínimamente algún rinconcito de la casa.

    Esa noche en su departamento le costó dormir. Dio vueltas en la cama intentando encontrar la posición perfecta en su maltratado colchón mientras se esforzaba por prestar la menor atención posible a los motores que iban y venían junto a su ventana. Ya sin ovejas que contar, recordó el frente de la casa de Vanina; pensó en cómo lo iba a emprolijar. También recordó que hace tiempo no lavaba las cortinas así que se vio cambiandolas por unas azules o de un tono más ahuesado que combinaban con la vibra del hogar y que no fueran del todo blancas por la facilidad con la que se estropeaban con el sol. En su cabeza, la vibración de los vidrios de las ventanas sonaban como la puerta corrediza del jardín. Al deslizarla, su nariz fue invadida por el aroma intenso de los olores cítricos mezclados con la lavanda que usaba en El Cuenco.

    Reaccionó y golpeó su cabeza contra el respaldo del asiento del autobús. Miró hacia afuera tratando de ubicarse, entender que pasaba. Ya casi estaba allí.

    Al llegar, realizó la misma rutina. Sin embargo, en esta ocasión estaba desmotivada, desanimada, llevaba tres días sin poder cumplir su misión. En vez de limpiar, caminó por toda la planta baja con pasos pesados, lentos, recorriendo los espacios que más le llenaban. Se unió con la casa deslizando su mano por las paredes junto a las que caminaba, por las mesas, las cómodas, los sillones y finalmente, la mesada. En la cocina decidió comer, no cocinar, así que abrió la heladera y buscó qué había: encontró algunas frutas y verduras ya al límite de su buen estado, frascos de aderezos y demás artículos típicos de una heladera. Finalmente se centró en un plato de sobras de algún día anterior que no recordaba, de algún día lejano pero no demasiado como para que ese plato debiera ser desechado. Y, junto al plato, había una botella abierta de vino. Le quedaba la mitad, tal vez un cuarto. Sacó ambas cosas antes de que se pongan feas.

    Sentada en el comedor, olió la comida. El olor a guardado se hacía presente pero no estaba del todo segura de si ese perfume era del plato o de la botella. Carmen no solía beber, menos sabía de uvas y sus colores o de la conservación de un buen vino.

    Sirvió en una enorme copa como las que solían pasearse por la casa y bebió un par de tragos. Finalmente probó la comida. Ya lo había pensado mucho, a pesar de que la comida estaba buena le hizo asco. Terminó por descartar el platillo llevando la vajilla a la pileta donde la lavaría. Al llegar, se encontró con el plato y los utensilios del día anterior, había olvidado lavarlos.

    Suspiró y regresó a la mesada detrás suyo, ahí estaba su copa casi vacía. Volvió a ver los platos y, negando con la cabeza, se sirvió vino una vez más. Bebió mientras pasaban mil cosas por su cabeza: A ella no la habían despedido, limpiar seguía siendo su trabajo. Debía, por obligación, conservar el patrimonio que le habían encomendado. No podía simplemente dejar de ir y abandonar todo como estaba para que el tiempo y el olvido lo arruinaran todo. Bebió la copa de un trago para convencerse de estar haciendo lo correcto.

    Se despertó de un salto al escuchar el ave por primera vez. Carmen, asustada y desconcertada, buscó con su mirada en todas direcciones buscando la fuente del sonido. No lo encontró y, al cabo de unos segundos, el ave dejó de emitir sonido alguno. Vanina le había dicho alguna vez que a diario escuchaba el canto de un pájaro pero ella jamás lo oyó hasta ese día.

    Intentó levantarse pero sintió un pinchazo intenso, tan fuerte como una puñalada justo en la espalda. Ahogó un quejido de dolor y cedió volviendo a quedar recostada en el sillón blanco del living donde se había quedado dormida la noche anterior. Solo pudo llevar hasta la espalda una de sus manos para presionar el punto de su columna donde sentía esa poderosa molestia. Se quedó esperando que el dolor calme.

    No recordaba haberse acostado, mucho menos en una posición tan mala como para despertar con tanto dolor. Ella jamás había pasado una noche en la casa, pero tampoco había bebido media botella de vino sin haber comido. Le pareció normal acabar así.

    En los pocos minutos en los que estuvo recostada recuperándose, vio desde su sitio un objeto plateado apenas asomando por debajo de uno de los sillones enfrentados al suyo.

    Apenas sintió que las molestias calmaron, se levantó a empujar el sillón.

    Volvió a sentir un pequeño tirón en la espalda pero cumplió su cometido: debajo del mueble habían quedado caídos la pluma y el cuaderno en el que Vanina escribía.

    Dudando entre hacerlo o no, Carmen lo abrió en la primera página. Poco a poco, guiada por un hilo magnético que le obligaba a avanzar letra por letra, palabra por palabra, recorrió cada página hasta terminar de leer la última entrada del cuaderno. Se trataba del diario personal de Vanina y había sido la lectura más rápida y apasionada de su vida. Había conocido a Vanina de una manera que jamás se lo habría esperado. Se llenó de emociones tan poderosas que buscó ayudarse a procesarlas con una pequeña copa de vino.

    Carmen conoció la historia de Vanina. Se enteró que sus hijos se borraron de su vida y de los recuerdos que tenía, que su pareja la abandonó y que jamás volvería a verle. Leyó los sentimientos de abandono que la apresaban, la soledad y lo rendida que estaba por encontrar algo mejor para sí misma. Sin embargo, había más. En sus notas, Vanina mencionaba constantemente la bebida y como le ayudaban a cargar con la verdad y a vivir su vida con los lujos de la casa de la manera más llevadera. Dicha verdad, no estaba en ese diario. Carmen sabía que su jefa escribía seguido, incluso desde antes de contratarla años atrás. Escribía demasiado como para no haber llenado ya otros cien cuadernos como ese.

    A pesar de no poder descubrir el gran secreto de Vanina, la empatía por ella le llegó al corazón. Los sentimientos de esa mujer le alcanzaron y su determinación con respecto a mantener y conservar su hogar se volvieron más firmes.

    Desde ese momento, Carmen se dedicó a El Cuenco. Cada mañana hasta cada tarde, dio todo de sí para mantenerlo limpio, ordenado, cuidado, protegido y amado cada uno de sus días. Poco a poco se acostumbró a quedarse allí hasta que finalmente se atrevió a utilizar la cama del cuarto principal. Los dolores que tenía en su espalda eran más suaves gracias a la comodidad de su nueva cama pero se habían hecho parte de ella después de tanto esfuerzo y dos semanas de haber dormido mal en el sofá.

    El césped estaba perfecto, las flores relucían con vitalidad y las vibras del interior de la casa parecían sanadoras. La belleza del lugar estaba intacta, incluso se sentía más refinada que antes. Ese lugar se había vuelto su logro personal, pero no podía compartirlo con nadie. Fue por ello que terminó adoptando el hábito de escribirlo en alguno de los tantos cuadernos en blanco que había en la despensa.

    Carmen trabajaba sin parar hasta que su cuerpo pidiera una pausa o su espalda la obligara a descansar. Aprovechaba esos momentos para relajarse con vino y tratar de percibir la ubicación del canto del ave que escuchaba ahora con más frecuencia.

    Cierto día la despertó el timbre. Sorprendida, bajó rápido a atender el portero eléctrico.

    –¿Sí, quién es? –preguntó aún medio dormida.

    –¡Pedido! –contestaron del otro lado.

    –¿Quién? –insistió.

    –Traemos la mercadería para Vanina. La vamos bajando y se la dejamos acá al lado como siempre, señora.

    Carmen no se atrevió a decir más nada. Meditó un momento pensando qué hacer pero no tuvo idea alguna. Finalmente, salió.

    Una persona adulta, que no llegó a reconocer por la luz dándole de lleno, le saludó con la mano en alto y se subió al camión del que había venido. El vehículo arrancó y se fue antes de que la mujer lograra acercarse hasta la mitad del camino siquiera.

    Se trataba de los repartidores que se acercaban mensualmente con mercadería. Carmen vio la cantidad de cajas que le habían dejado junto a la reja y supo que sería un día realmente largo.

    A pesar de haberle llevado casi dos horas, logró entrar todas las cajas dentro de la casa y ordenó más de la mitad de la mercadería en la enorme despensa. Entre agacharse para levantar cada caja, cargar con el peso escaleras abajo y finalmente retirar la mercadería y colocarla en su sitio, su espalda se hizo añicos. Le ardía una bola de dolor como si hubiera recibido un rodillazo y el hematoma estuviera hinchado. Cada caja le pinchó una vez quitándole el aire brevemente. Por eso se sentó a descansar.

    Saboreando el vino, sentada en el asiento más cómodo, se puso a reflexionar. Le resultaría imposible hacer eso cada mes. La dedicación que le ponía a su trabajo no la dejaba sanar por completo por lo que necesitaría ayuda. Pensó brevemente, entre trago y trago de vino, en contratar a algún empleado, quizás de hecho podría contratar a alguien que hiciera sus tareas por un tiempo o comunicarse con algún familiar para que la asistiera.

    Se dio cuenta de que la mercadería llegaba siempre la primera semana del mes. Cada mes. Pensar en la fecha le provocó sentir que se despertaba de un sueño y sus ojos se abrieron grandes. Había perdido por completo la noción del tiempo, como si su cabeza se hubiera estancado en una misión que tenía establecida por instinto.

    Se levantó de un salto y, a pesar del dolor, corrió con la copa en mano hasta la cómoda en el pasillo donde se encontraba el teléfono. Cerró los ojos e intentó recordar bien. Desesperada levantó el tubo y lo apoyó en su oreja mientras marcaba cada número de memoria.

    Escuchó el tono. Sonó una vez, dos veces. Tres…

    –¿Hola? –dijo la voz de una niña.

    Carmen se quedó helada.

    –¿Quién habla?

    –H-hola… –dijo al fin–. Soy yo… mamá.

    Su voz estuvo a punto de quebrarse.

    –Este no es tu número, ¿cuándo lo cambiaste? –preguntó su hija.

    –Han pasado muchas cosas… Yo…

    –¿Qué quieres? –le interrumpió–. Tengo que prepararme para la escuela.

    Carmen entendió de inmediato que la pequeña estaba enojada. Ella misma lo estaría si su madre desapareciera tanto tiempo sin dejar ningún mensaje ni señal de nada.

    –¿La tía está ahí?

    –No, trabaja. ¿Algo más?

    –¿Cómo estás…?

    Se hizo silencio unos segundos.

    –¿Sabes cuánto tiempo estuvimos esperando a que llamaras? No sabíamos nada de ti, desapareciste por completo y no podíamos ubicarte ¡Pensamos lo peor!. ¿Dónde estabas?, ¿qué era más importante que tu propia hija?

    Carmen escuchó a su hija reprocharle su ausencia doliéndole cada vez más el pecho pregunta tras pregunta. Pero no quería llorar y que su pequeña la escuchara. Aflojó el nudo en su garganta con un largo trago de vino. Para no quebrarse, y a la vez controlar los nervios, se puso a enderezar las cosas sobre la mesita. Ya no quiso hablar más, se castigó dejando que su hija le dijera lo peor y se desahogara.

    Su corazón se le rompió poco a poco mientras enderezaba un par de lapiceras, mientras cuadraba a la perfección un cenicero, una pila de post-it, y, finalmente, se detuvo cuando puso su mano sobre la agenda de contactos.

    La llamada terminó con un grito del otro lado de la bocina.

    Carmen se quedó ahí, con la mirada fija en la agenda, sosteniendo el teléfono contra su oreja mientras sonaba el pitido de la llamada finalizada. Otro sonido rompió su shock. Escuchó la melodía.

    Al voltear, su mirada recorrió el enorme cuarto hasta alcanzar los muros de vidrio que dan al patio, donde estaba la pileta. Su vista se alzó y vio, sobre una mesita ratona, posado con un ala herida, a un ave de plumaje marrón oscuro y más claro en la parte inferior. Tenía un pico largo y puntiagudo, patas largas y delgadas con las cuales se asentaba firme sobre la mesa.

    El ave dejó de cantar y ella colgó el teléfono. Ella miró directamente a los ojos del tordo y el tordo se sumergió en la mirada de ella. Carmen no sabía de aves, pero sabía que ese era un tordo pues dos de una especie se reconocen.

    Bajó la mirada y la volvió a alzar empinando lo que quedaba de vino a su boca.

    Abrió la agenda y todo cobró más sentido. Recordó las tintas y las letras diferidas. Recordó que Vanina le dijo que antes limpiaba casas. Volvió a su mente el comentario que hicieron las oficiales antes de irse. Comprendió la verdad que ocultaba Vanina en sus diarios.

    Carmen sujetó temblorosa una lapicera y pasó página tras página. Finalmente, tachó el contacto de la hija de Vanina junto con su número de teléfono. Dejando un renglón, con su letra volvió a escribir “Hija” y anotó el de la suya.


    Keima

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