No sé en qué momento mi vida dio un giro exacto, pero sé que fue hace un año. Y sé que desde entonces soy otro: más feliz, más torpe ante mis emociones, más consciente de lo que vale encontrar algo que parece destino sin haberlo pedido. Todo empezó en la radio, en ese ecosistema extraño donde conviven periodistas, productores, cables y urgencias infinitas. Yo, periodista de informativo; ella, community manager.
Ese día entró sola, con camisa clara y labios rojos. No sé si fue la forma en que caminó, la manera suave en que saludó, o esa presencia que tiene ella —una especie de campo magnético privado— pero sentí algo que no quise registrar. Me forcé a ignorar el impacto, como si no estuviera pasando. Pero pasó. Y fuerte.
Con el tiempo, lo que era un cruce casual se volvió una amistad armada con excusas elegantes. Ella me compartía cosas de su trabajo —posts, ideas, borradores— cuando en realidad quería tenerme para ella unos minutos más. Yo no lo entendí al instante. O no quise entenderlo. En enero, entre el calor húmedo y los cortes de luz, me escribía para que la vaya a buscar a la parada del colectivo “con una Coca, por favor, así no me baja la presión”. No era un chiste; realmente le bajaba. Yo salía corriendo como si estuviera en una misión, atento a que no le pasara nada. Ahí, sin darme cuenta, ya era suyo.
Un día tuve una cita frente a ella, en el café de la esquina de la radio, con una chica del gimnasio. Ella apareció de sorpresa: puso cara de sorpresa, sí, pero también esa mezcla rara de desilusión y corazón roto que yo no supe decodificar. Respeté que tenía pareja, y jamás imaginé que yo le gustaba. Hoy pienso en eso y me quiero reír y abrazar al mismo tiempo.
Sandra —la madre putativa del equipo— siempre operó a favor nuestro. “Ustedes serían una pareja hermosa”, decía con sorna. Nos dejaba solos, comentaba detalles de mi vida sentimental, y hasta obligó a Lucila a hacer una lista de pros y contras, como si estuviéramos en una comedia romántica escrita por ella. El grupo se fue desarmando, y quedó lo esencial: nosotros dos iluminándonos cuando el otro entraba a la sala.
El 13 de febrero, en Kimi Café, me dijo que le gustaba. Directo. Sin anestesia. Yo pregunté qué había pasado con su novio. Ella dijo que ya no estaban. Y yo, sin aire en los pulmones, solo atiné a acercarme y preguntar si podía besarla. Ese beso pasó en la vereda, bajo un árbol florecido, camino de regreso a la radio. El ruido de Palermo se apagó. El mundo se achicó a esos labios rojos. Supe —lo juro— que eran los últimos labios que iba a besar en mi vida.
Después vino el auto. Y en el auto, la certeza. Ese día en el que le dije “sentate atrás y sacate la ropa” y vi en sus ojos algo que no había visto nunca: entrega total, deseo manso, una intimidad feroz que no necesitaba explicaciones. Desde entonces nuestros cuerpos se conocen como si hubieran esperado años para encontrarse.
Ella dice que me entrenó como un perro de Pavlov con café y galletitas. No sabe que yo haría cualquier cosa con tal de verla feliz. Nos volvimos inseparables: mates, proyectos, notas, salidas con amigos, tertulias eternas sobre periodismo, política, astrología o el clima, qué más da. Todo tenía sentido si ella estaba ahí.
Hace poco volvimos de Valeria del Mar. Una noche casi perdemos el amanecer porque nos quedamos dormidos, pero yo me desperté, la apuré, y lo vimos juntos. Fue perfecto de esa manera imperfecta que tienen los momentos que ya sabés que vas a recordar siempre. Cuando la dejé en su casa al volver, me dolió una sola cosa: esa noche no dormiríamos juntos.
Si alguien lee esta historia quiero que entienda algo simple: mi amor es incondicional. De esos que no se dicen: se viven. De esos que no buscan épica: la encuentran en cada gesto.
Porque el amor no empezó cuando nos besamos, sino mucho antes: cuando ella apareció en mi vida con una camisa, unos labios rojos y un destino que yo no veía, pero que ya era nuestro.
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