La última tarde
Conversábamos sobre el último capítulo de Brigada A  cuando, por la verja del frente, se asomó Adrián. Era un vecino algo retraído que vivía en la esquina de mi casa. Adrián era del otro séptimo grado y, a veces, nos saludábamos en el recreo, pero nada más que eso. Aunque una vez nos cruzamos en el parque y también nos saludamos.
El protagonista del capítulo en cuestión era el loco Murdock, y de él estábamos conversando cuando Adrián nos mostró una pelota nueva. La levantó un poco, apenas, como corresponde a toda acción que ejecuta un tímido. La señal era por demás elocuente: Adrián nos estaba invitando a jugar con su nueva pelota. Una invitación imposible de aceptar de inmediato . Las cofradías de la infancia no se abren con facilidad a un extraño .
Con Gerardo y Damián nos miramos. Gerardo, que era el más gracioso, se rió, y su risa espantó a Adrián. El muchacho agachó la cabeza y se fue. Nosotros nos miramos y nos reímos, pero enseguida nos levantamos y corrimos hasta la verja de entrada. En la esquina estaba la madre de Adrián. Él llegó con la cabeza agachada y haciendo rebotar la pelota. Le dijo algo a su madre y ella sonrió. Ese día descubrí la sonrisa más comprensiva y protectora del mundo. Una sonrisa capaz de erguir la cabeza de un chico vapuleado.
Mis amigos se despidieron ese día sin terminar la conversación sobre el último capítulo de Brigada A, porque siempre se imponía una conclusión que cerrara la charla. Esto nos preparaba para el próximo capítulo.
Con Adrián nos cruzamos en el segundo recreo de un viernes. Fue en el kiosco de la escuela y yo, por un pudor que desconocía, evité mirarlo. Pero, por el orden que tenía la fila frente al kiosco, quedamos a la par. Recién ahí lo miré. Creo que intenté saludarlo, pero el leve puñetazo que me dio en el estómago truncó esa posibilidad. Se rió y, como si no le hubiera bastado el puñetazo, también me despeinó. Yo no tuve reacción alguna.
Al día siguiente les conté a Damián y a Gerardo. Por supuesto que lo hice exagerando la imprevista agresión y también inventando una reacción. Damián siempre había sido el más pensante y calculador de nosotros tres. No esperó a que terminara mi relato cuando propuso que mi afrenta tenía que ser vengada cuanto antes, y enseguida nos dijo cómo.
Algunos días después, Adrián pasó por el frente de mi casa, por la calle. Nosotros tres pateábamos una pelota que Damián había fabricado con una media. El anzuelo perfecto para que el tímido de Adrián fuera a su casa y después nos ofrendara su pelota de cuero número cinco. La aceptamos. El plan se había puesto en marcha.
Jugamos hasta que la madre de Adrián lo vino a buscar y nos regaló una sonrisa . El impacto que tuvo esa sonrisa fue dispar. En mis amigos no despertaría nada, excepto una duda pasajera sobre la continuidad del plan. Yo dejé a mis amigos y acompañé a Adrián hasta que los dos quedamos frente a ella , y lo hice porque quería que me regalara una sonrisa solo a mí . Fue entonces cuando una voz , una piel y una fragancia decretaron la última tarde de mi infancia .
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Hugo Arce
Escritor / Cinéfilo / Acabo de publicar un libro . Escribo sin saber hacia dónde me dirijo .
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