Era otoño creo. Viste que en la niñez el tiempo espacio se confunde y no sabés cuando pasó o dónde, pero sí te acordas bien que pasó. Porque los recuerdos de la infancia sobreviven al paso del tiempo. Se atoran como melaza en el cerebro y a veces caen en el bolillero de los pensamientos cotidianos y termino pensando en la vez que Carlos me bajó los pantalones en el cumpleaños de Sofía, frente a todo mi curso. Mi pene chiquito a la luz del sol. Me quise tapar atrás y adelante y en el transcurso me resbalé, me embarré el culo y las manos. Llegaron las risas de todos lados. Llegó la risa de Sofía. ¡Ay si pudieras haber visto su cara! No te negaría que si fuera ella no me reiría, en esa edad no hay lugar para el disimulo, y yo ya le había hablado algunas veces para ir a tomar un helado en la plaza. Estaba enamorado. ¿Era otoño? No sé, recuerdo que era su cumpleaños, habrán pasado cuarenta años. Recuerdo que tenía pantalones cortos -eso sí- que cedieron más rápido a la sacudida de Carlos. Quizás haya sido los últimos días de la primavera o los primeros del otoño -y esté en lo correcto-, pero qué mierda importa. Lo que importa, lo que me sigo acordando hasta ahora, es la rapidez con la que lo hizo. Estábamos jugando a la mancha, corriendo para todos lados, transpirando ya en los primeros minutos de la fiesta. Como si hubieran hecho un pacto contra mí, dos me distrajeron adelante y Carlos llegó por atrás. Un solo latigazo hacia abajo y lo conocido.
Quizás porque estaba enamorado no me acuerdo que fecha era. Estaba muy tonto esos días previos al cumpleaños de Sofía. Y me retrotraigo un momento porque los hechos ameritan que los traiga de nuevo. Me gusta pensarlos. Cuestión que hicimos una reunión para organizarle el cumpleaños. Éramos cinco. Martina, Cristina, Clementina, Betina -su madre- y yo, Marcos. Estaba ahí creo porque sospechaban que yo le gustaba a ella. O quizás Sofía le haya comentado a alguien. Prefería esa opción. Betina nos atendió con besos y abrazos. Nunca la había visto. Nos recibió una caderona con un vestido verde hasta las rodillas, suelto. La seda se movía de acá para allá igual que su culo. El pelo morocho en rodete. Su piel morocha también, como si hubiera tomado sol el día entero. Nunca, en mi corta vida, había sentido, y tan fuerte, la irrefrenable sensación de erección que sentí al momento exactamente posterior al abrazo de Betina. Sentí tanta vergüenza que casi se me baja la presión. ¿Pero te digo qué? Ella sola lo vio. Me dijo que vaya al baño, me relaje y vuelva. “Me relaje” usó. Cuando volví no la quería ni mirar. Cuando, de casualidad, conectabamos miradas, yo bajaba la cabeza para mirarme las manos. Huía.
Casi ni hablé esa tarde. Las mujeres organizaron todo, luego nos fuimos. Soñé con ella esa noche, con Betina. Ahora pasaba algo diferente a la realidad. En mi mente estaba sólo con ella, sin las amigas de Sofía. Estábamos sentados en el sofá de lino gris con manchas de vino, que es del padre de Sofía. Hablábamos sobre los Rolling Stones, porque le había descubierto el tatuaje de la lengua stone en un muslo. Estábamos a punto de besarnos cuando aparece Raúl, el padre de Sofía y nos encuentra en el acto. Peleamos. Escapé como pude en medio de pasillos imaginados y entré a una pieza que tenía el poster de Charly García. Sabía que estaba en la pieza de Sofía, pero ella no estaba. Llegó Raúl, abrió la puerta y apagó todas las luces de la pieza. El silencio era atroz. Sólo escuchaba su respiración. Me decía algo como “Te voy a encontrar” en un tono infantil, como una canción. De un momento a otro dejó de hacer ruido alguno, yo no movía un músculo acostado abajo de la cama de Sofía. Sentí su fría mano en la pantorrilla de mi pierna derecha, un tirón fuerte y me sacó de la cama. No podía verlo, eso era lo peor. Pero si sentía su aliento horrible. Olí su aliento horrible ya que estaba muy cerca mío. Su fuerza era diferente. De repente ambos escuchamos, proveniente del piso de abajo, el grito de Sofía llamando a su mamá, y luego a su papá. Ahí, acostado arriba mío, Raúl me dijo “te salvaste pendejo de mierda, la próxima te morís”. No sé si terminó ahí el sueño. En realidad no me acuerdo. Me levanté asustado al otro día, manchadas las sábanas de mi pis. El corazón parecía que me iba a explotar. Intenté contar los latidos pero perdía la cuenta. Fui al baño. Me lavé la cara, me vi al espejo y vi mis pupilas rojas. A los minutos me calmé. Años después me enteré que ahí tuve mi primer ataque de pánico. Sí, en la puta transición de la niñez a la adolescencia. Y tuve otros ataques de pánico a lo largo de esa semana. Me preguntaba ya en ese momento qué habría desatado tales síntomas. Quizás la culpa de haber mirado a Betina de una manera indecente, de haber soñado con ella. El miedo que le tenía a Raúl ejemplificado en un sueño en donde quería matarme. O tal vez, solamente, el castigo de conocer un mundo nuevo. Un mundo diferente al que a esa edad te da curiosidad descubrir. Y después todo cuesta abajo.
Había una segunda reunión en la casa de Sofía pero no fuí. Hasta dudé de ir al cumpleaños fingiendo alguna enfermedad, Sofía me perdonaría, pero mi mamá me obligó. Llegué ahí casi temblando. Al llegar encontré a Betina y a Raúl discutiendo, él la agarraba del brazo. Raúl me vió y la soltó. Se fue sin saludarme. La que me recibió fue Betina. Estaba realmente hermosa. No pregunté por qué discutían. Aunque pensé que el encuentro iba a ser raro no pasó nada. Me saludó, me invitó a pasar y eso fue todo. Comí papas fritas y sándwiches de jamón y queso, tenía hambre. Vi a las amigas de Sofía hablando por lo bajo y mirándome. Cristina largó una carcajada. Salí afuera. Iba corriendo con un vaso en la mano cuando Raúl me tomó del brazo y me dijo “no corrás con el vaso en la mano”. Y luego me saludó. “Que alegría volver a verte”. A él sí lo había visto un par de veces, la iba a buscar a Sofi a la escuela. Y agregó “Pero tené cuidado porque te podés morir”. Recordé, mientras lo miraba a los ojos, ese sueño intranquilo. Hasta podría jurar enfrente a un juez que sentí el mismo aliento horrible, la misma fuerza diferente en el brazo, como si se la hiciera a un adulto. Esa última frase que dijo, parecida a la del sueño. La taquicardia apareció. Pensé quizás sería mejor sentarme un rato, y llegó ella. Sofía. También estaba bellísima. Me saludó con un abrazo y se fue. No podía dejar de mirarla. Noté que fue a jugar a la mancha y pensé en acompañarla. Raúl me dijo que vaya a jugar. Y así lo hice. Jugué un rato nomás, quizás diez minutos. Y llegó Carlos. Y me vió Sofía, me vió Betina, me vió Raúl.
Uno en la infancia tiene los sentimientos a flor de piel y los exagera, pero sentía que los odiaba. Los odiaba más que a Carlos. La risa de Sofía y la nula reacción de la pareja lo voy a recordar siempre. Ahí empecé a odiarlos. Recuerdo tener en la memoria, un poco difusa, una pequeña mueca de satisfacción en la cara de Raúl al ver que pasaba vergüenza. O eso creí ver en ese momento. Me subí los pantalones. Me levanté sólo y embarrado. Nadie me ayudó. Todos reían a mi alrededor. Deseé que haya algún adulto responsable que lo rete a Carlos y me contenga a mí. Pero no, eran todos imbéciles. Quise buscarlo a Carlos para pegarle, pero él era más rápido que yo. Ya tendré la oportunidad de vengarme, pensé. Me fuí rápido del cumpleaños. Sofía vino corriendo para pedirme que me quedara. De la vergüenza no la quería ver y corrí varias cuadras. Esa fue la última vez que la ví. Llegaron las vacaciones y a Sofía no la vi más. No sé si por decisión suya o de sus padres. Pasaba por su casa y no la veía. Una vez ví a Betina lavando el auto. Estoy seguro que me vio, pero giró su cabeza y esperó a que yo pase para voltearla. Yo no miré hacia atrás.
Al año siguiente, después de las vacaciones me enteré que se habían mudado a La Plata. Cierta culpa que sentía en esos días disminuyó.
Al año y medio lo volví a ver a Carlos tomando una cerveza, sólo, en el parque. Fuí hacia él y lo saludé. Reaccionó al verme llegar, como si todavía se acordara de aquella vez. Me comentó que todavía rememoraba ese hecho y me pidió perdón. Luego dijo algo que quedó en mi memoria hasta el día de hoy: Raúl le había pagado a Carlos para que hiciera eso. Quedé totalmente asombrado. Luego de una insignificante conversación lo saludé y me fuí a casa. Caí en la cuenta de que Betina le pudo haber dicho lo de mi erección a Raúl y él se haya enojado, pensado una venganza y ejecutarla con maestría.
Sentí que el sueño, con la frase de Raul, fue un presagio. “La próxima vez te morís”. Y puede ser que haya algo de verdad, algo murió en mi esa vez. Esos dos hechos, en tan poco tiempo, en el momento de la adolescencia, y ambos relacionados con la misma parte del cuerpo, crearon en mí cierta inseguridad, para que ahora, en la actualidad, siga escribiendo sobre esto. Pero esa es otra historia.
Crecí con la sed de la venganza. Aunque sentía que nunca encontraría a Raúl, sabía que esa mínima oportunidad creaba en él un enemigo a quien tirarle toda la mierda que recibía. Crecí pensando en encontrarlo ya avejentado, y yo treinta años menos, lúcido, enérgico, resentido. Por ahora a esa familia nunca la volví a ver. A fin de año del 93 me enteré que Betina falleció de un accidente. Fue parte de mis plegarias. Supe que Sofía tuvo dos hijas. Se casó con un compañero de trabajo. No sé dónde vive. Carlos, sorpresivamente, tiene trabajo y familia. Vive en México. De Raúl no tengo ninguna información más que su profunda depresión. Desde ese momento sentí que algo se había cerrado.
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