El treinta y uno de octubre llegó amargamente. Él, cuyo nombre es esclavo de un rostro desconocido, celebraba cada año, en la intimidad de su hogar, la festividad que caracterizaba este mes. La odiaba como el que más, pero poca gente sabía realmente el porqué.
Este no era muy hablador, y pocas veces salía de su cuarto; es más, cuando su padre falleció años atrás, se escondió miserablemente bajo su cama. Cabe destacar que lloró como el que más, pues lo amaba con fervor y admiraba su persona por encima de todas las cosas.
Su madre, que jamás superó aquello, odiaba la actitud de su hijo. Maldecía su forma de ser, provocando la distancia entre ambos. Ella trabajaba todo el día para tratar de olvidar; pero, hace unos meses atrás, encontró refugio en la bebida. Tragaba con furia bajo el techo de su salón, golpeando la mesa cada vez que su hijo pasaba a su lado. Gritaba su nombre como una bestia encolerizada, y este, cuando todo sucedía, huía vestido de cordero hacia su oscura habitación. Aquello conllevaba los golpes desenfrenados de ella sobre la puerta, mientras que su llanto y el de su madre coexistían divididos por una pared.
La escena se repetía diariamente, provocando en el joven un dolor incapaz de sanar. Sus pensamientos no enmudecían, y su existencia se achicaba con cada chillido que su madre le dedicaba.
Aquel día fue diferente. Llegó a la Universidad antes de lo normal, buscando aclarar sus pensamientos en la fría mañana. Al llegar, se sentó al fondo, en su sitio, y comenzó a escribir en un cuaderno algunas palabras inconexas: canto, sueño, azul… Entonces, repentinamente, una de sus compañeras se acercó a él. De cabellos cobrizos y mirada enérgica, aquella chica llamó su atención tocando su hombro. Él se sobresaltó, extrañado por aquello. Se quitó uno de los auriculares que llevaba puesto y la miró fijamente.
—¡Buenos días! —dijo ella alegremente.
—Uh… buenos días.
—Te quería preguntar si vendrás a la quedada de esta noche.
Algunos de sus compañeros, al escucharla, se giraron a ver la escena. Él casi nunca hablaba con ellos, e invitarlo les resultaba incómodo.
—No —respondió este, cortante. Al ver la mirada triste de ella, prosiguió—. Gracias por la invitación, pero no suelo salir mucho.
—¡Es Halloween! Te lo vas a pasar bien con nosotros.
Bajo el escritorio, sus manos se aferraban a su camiseta. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien se acercaba a él con calidez; no obstante, aquel día era el único en el año que odiaba más que a su propia existencia, y, por ende, el único que pretendía evitar de cualquier manera posible.
—Me lo pensaré… —mintió, sonriendo con falsedad.
—¿Dónde vives? Iré a buscarte para que vayamos juntos.
Uno de los compañeros que escuchaba interrumpió, rompiendo con la conversación.
—Tampoco lo atosigues. Si no le apetece venir, pues allá él.
En otro tiempo, nuestro protagonista se habría alegrado de que no quisieran que fuese; pero ahora, y gracias al interés que la chica estaba mostrando, algo en él se removió de manera excepcional.
—Eh… ¿Te importa que lo escriba en un papel?
Mientras que el otro chico, frustrado con aquello, fruncía el ceño, ella, que negaba con la cabeza, sonreía en exceso. Tras eso, le entregó el trozo de papel en el que estaba escrita su dirección. Ella lo agarró, le agradeció por aquello y se marchó a su sitio. Antes de llegar, se giró y lo miró:
—¡Tienes que ir disfrazado!
Él asintió, sonriente.
Cuando las clases empezaron, este no paró de darle vueltas a lo que acababa de suceder. Había cambiado de opinión demasiado rápido, y eso, impropio de él, le hizo sentirse extraño. En algunos momentos se arrepentía; en otros, su corazón latía con rapidez. Estuvo absorto durante toda la mañana.
Llegó el final de la última clase, y, antes de salir, ella, de nombre dulce, le paró cuando estaba tomando rumbo a su casa.
—Sobre las ocho estaré en tu puerta, ¿vale?
—Vale.
—¡Estate preparado! Odio a la gente que es tardona…
Ella rio, le dio un codazo suave y se marchó con su grupo de amigos; este, por otro lado, se colocó los auriculares y caminó tranquilamente. Llegó a su casa quince minutos después, y la soledad de la misma le indicaba que su madre estaba trabajando. Almorzó en el más absoluto silencio y, poco tiempo después, fue a comprar un disfraz.
Entró a una tienda que vendía complementos y allí tomó lo más básico: colmillos de plástico, sangre falsa, pintura para la cara…
Al volver, se encontró con su madre.
—¿Qué haces tan temprano aquí? —preguntó este, extrañado.
—Me he ido… —respondió la madre, balbuceando—. Dicen que no se puede beber, y es fiesta… Serán capullos…
La mujer clavó su mirada en la bolsa que su hijo tenía en la mano.
—¿Qué llevas ahí?
—Me han invitado para celebrar Halloween —respondió este, sin darle mucha importancia— Hay que ir disfrazado, así que…
—¿Cuánto te has gastado? —preguntó, frunciendo el ceño. Cerró su puño esperando la respuesta.
—No mucho…
—¿Cuánto? —gritó esta, furiosa.
—Siete euros —titubeó.
—¿Para esa mierda?
Se acercó a él y lo tomó del brazo, haciéndole daño.
—Ahora vas a devolver todo, ¿te enteras?
—Pero mamá…
—¡De mamá nada! —bramó esta, empujándolo—. Me mato a trabajar para que puedas vivir bien, y vas tú y haces estas gilipolleces.
—Yo sólo quería salir, mamá. Nada más.
—Ahora quieres salir, ¿no?
Sabía por dónde iban los tiros, así que, para no escuchar las palabras hirientes que iba a soltar, subió a su habitación rápidamente. Cerró el pestillo y esperó a que su madre desahogase su ira contra la puerta.
Finalmente, y tras una hora de gritos y maldiciones, ella bajó la escaleras. Este aprovechó para ducharse y prepararse. Estuvo casi dos horas con ello.
La hora llegó y, cuando la manecilla marcó las ocho, el timbre sonó casi al instante. Sabía que era ella, por lo que bajó rápidamente. Al abrir la puerta, quedó impresionado con las vistas que había tras el umbral. La joven parecía una musa. Enmudeció de la impresión, y su mirada se atascó en sus labios rojizos.
—¿Voy bien? —preguntó ella, melosa.
—Sí, me gusta mucho tu disfraz.
—El tuyo es…
Lo miró de arriba abajo varias veces.
—¿Sí?
—Curioso.
Él, después de meses de penuria, rio. Tras eso, y antes de marchar, se despidió de su madre —que se negaba a verlo— y, cuando fue a cerrar la puerta, recordó algo. Su rostro palideció y, disculpándose, subió rápidamente a su habitación. Se acercó a su mesita de noche y, dentro de una pequeña cajita, sacó una moneda. Era de plata. Había una pluma grabada y, en la parte posterior, una cruz. La miró con seriedad durante unos segundos, y después bajó nuevamente.
Ella lo miró con extrañeza.
—¿Qué ha pasado?
—Nada, me había olvidado una cosa.
—Te lo voy a perdonar… —susurró esta, riendo.
Ambos caminaron durante un rato largo. La noche era fría, pero la conversación que estaban teniendo les hizo olvidarlo. Él se emocionó tanto que no podía callar, y ella, feliz por eso, escuchó cada una de las historias que, tras meses de dolor, él pudo contar con una sonrisa en el rostro.
A pesar de compartir gustos, eran muy diferentes. Y eso los hizo mantener conversaciones más interesantes, que ella agradeció alguna que otra vez.
Cuando estaban a punto de llegar al parque, ella se detuvo.
—Eres bastante interesante, Martín.
—Tú también, Sandra.
Uno de sus amigos la vio y corrió hacia ella, tomándola del brazo.
—¿Dónde estabas? ¡Vamos!
—He ido a recoger a Martín.
El otro chico lo miró con desgana.
—Hola.
—Hola —respondió Martín, saludando con la mano.
La conversación quedó allí, por lo que los tres prosiguieron su camino hacia dónde se encontraban todos. Ellos estaban casi en la esquina, pues otros grupos habían cogido la zona central. Una vez allí, la gente se abalanzó hacia Sandra entre abrazos. Era muy querida por sus compañeros; sin embargo, Martín no era más que una sombra. Invisible como un hilo en mitad de un campo de flores. Nadie lo saludó.
Sandra había sido absorbida por todos y olvidó a Martín, que ahora miraba con cierta tristeza a la lejanía. Entonces, y para dañarlo más, dijeron de hacer una fotografía grupal. Por primera vez, se dirigieron a él, pero únicamente para que fuese quién la tomase. Él aceptó sin poner pega alguna. El grupo se colocó de espaldas a la luna, posando alegremente. Cuando hizo la foto, el terror se apoderó de su cuerpo. La miró con detenimiento.
—¡Gracias! —dijo el dueño del móvil, que se lo arrebató violentamente de la mano.
Martín miró a lo lejos. A lo lejos, una figura se alzaba entre la multitud. Nadie parecía darse cuenta de ella. Era alta, esbelta, ataviada de una túnica negra. Su rostro no era visible, pero Martín sabía que le estaba mirando.
Al verlo distraído, Sandra se acercó.
—¿Estás mirando al tío de la túnica?
Aquella frase recorrió el cuerpo de Martín.
—¿Cómo dices?
Ella señaló a la figura que él estaba mirando.
—Ese de ahí. Tiene un disfraz muy bien logrado, eh.
—¿Lo ves? —preguntó este, asustado.
—Sí, ¿por qué lo preguntas?
Confundida, miró a Martín, que sudaba en exceso. Su rostro se descompuso y sus ojos se perdieron en la noche.
—¿Estás bien? —preguntó ella, preocupada.
—Hazme un favor, ¿vale? —dijo este, sacando algo del bolsillo—. Toma esta moneda y no la pierdas.
—¿Qué? —preguntó, más confusa que antes.
—Confía en mí, ¿quieres?
Antes de que ella pudiera responder, Martín ya se dirigía hacia la figura. La joven fue a dar un paso al frente, pero uno de sus amigos la agarró.
Martín llegó a dónde estaba la figura. Las personas lo miraron extrañados, pues no se conocían de nada. Comenzó a hablarle a la figura, y ellos, tomándolo por loco, comenzaron a reírse de él. Martín aguantó la compostura, hasta que la figura habló.
—¿Vienes a verme? Curioso. Muy curioso.
—¿Qué quieres de ella? —inquirió, sin apartar la mirada.
—Ahora lo entiendo —dijo riendo con amargura— ¡Qué prometedora noche nos espera!
—Me tienes a mí, no necesitas nada más.
—¿Siquiera te tengo? Soy menos que un amo para ti; no tientes a la suerte.
—Ya no —titubeó, mirando la negra tela que rozaba el suelo—. No tengo en mis manos ya mi vida, la he entregado.
—¿De veras? —indagó esta, acercando su mano a la frente de Martín.
— Lo sabes perfectamente. Tómame, ¿quieres? Has ganado.
Los jóvenes grabaron la escena, pues lo veían a él hablando sólo; sin embargo, y, repentinamente, Martin desapareció. Todos se quedaron atónitos, entre ellos Sandra, que había estado observando la escena desde lejos. Vio esfumarse tanto a él como a la figura negra.
Cuando Martín abrió los ojos, se encontró en mitad de la oscuridad. Había estado allí varias veces ya, y pensó que aquella sería la última.
La figura de túnica negra habló.
—El final no siempre ha de ser amargo, ¿sabes? Aceptar el adiós es lo más valiente que se puede hacer.
—Lo acepto —respondió, firme. Su pecho lloraba y se quejaba, pero nada podía hacer para evitarlo.
Aquella figura se dejó caer hasta el suelo, sentándose sobre sus lánguidas piernas. Sus manos blanquecinas tomaron una pequeña cobija que guardaba bajo su túnica.
—¿Otra vez?
—Sí, otra vez.
La dejó caer sobre los pies de Martín. Este la recogió y comenzó a desenvolverla. Entre ella, una baraja de cartas se dejó ver. Ajado, polvoriento, roñoso…
—¿Jugaremos a lo mismo?
—Si te apetece, sí. Si no, podemos encontrar…
—Este —interrumpió Martín a la figura—. Este me gusta.
Lanzó la baraja a esta, que la tomó con la agilidad de un felino. Las sacó del paquete y comenzó a barajarlas. Sus miradas se encontraron. El vacío de los ojos de la figura devoraba la penuria del corazón de Martín.
—¿Preparado?
—Adelante.
La figura blanquecina sacó una moneda similar a la que este portaba.
—¿Cara o cruz? —preguntó sin apartar sus cuencas de la moneda.
—Cruz.
—Interesante elección…
La moneda se alzó en el aire, y, al caer sobre la mano de aquel ser, un sonido sordo logró escucharse, casi imperceptible, al tocar la palma.
—Cara… Me toca ser la banca.
Martín tragó saliva. Las dos primeras cartas fueron repartidas. La suma de estas daban diez. Este pidió otra: doce; y otra más, quince.
—¿Vas a plantarte?
—No. Hasta el final.
Ella comenzó a reír.
—Siempre me has parecido interesante, ¿sabes?
Sacó otra carta: Veinte. La mirada de aquella se posó sobre las cartas y preguntó sin articular palabra si se atrevía a una más. Martín negó con la cabeza.
Entonces, la banca comenzó a jugar. Sumaba siete de momento.
—Las cartas son seductoras…
Diez.
—Y el azar no es más que un medio para hacernos sentir vivos, ¿sabes?
Doce.
—Es así: el azar, absurdo e influyente soberano, es dueño de la vida; pues, sois esclavos de este. Mirad: así es como funciona todo.
Diecisiete.
—Nacéis en un seno sin nombre. Crecéis hasta conseguir la sangre de vuestros allegados. Y la Muerte…
Veinte.
—Oh, la Muerte… Que torpe y apenada miserable. Parca ciega y de flores marchitas como pupilas. Que doloroso es, ¿no?
Qué doloroso…
Veintiuno.
Martín aceptó su destino. Había perdido ante ella. Ya no quedaba más que ser consumido por la oscuridad; pero no tenía miedo. Ya no.
—Esta partida ha sido la mejor de todas, ¿no crees?
—Sí —respondió, amargamente—. Ha sido una muy buena partida.
La mano blanquecina de la Parca tomó una carta más. La última carta.
—Jugaremos de nuevo, ¿no? —preguntó con interés—. Un día te ganaré.
Veintiséis.
Martín se quedó perplejo ante esto. La Parca extendió la mano y se la ofreció. Estrecharon la mano y, cuándo quiso darse cuenta, Martín despertó cerca de su grupo. Sandra fue la primera en percatarse, y corrió a abrazarlo.
—¿Qué pasó? —preguntó ella, preocupada.
En su mano, contaba con la moneda ganada. La lanzó al aire y, cuando cayó en su mano, volvió a salir cara.
—He ganado.
Miró a lo lejos y la Parca se alejó. Aquella derrota fue, para ella, la mayor de sus victorias.
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