Nos encontramos en la estación,
cuando la ciudad todavía olía a humo y a derrota.
Las madres hablaban en voz baja
de lo que ya no tenía remedio,
los padres no hablaban.
Vos tenías ese vestido rojo,
los hombros descubiertos
como si la crisis no hubiera llegado a tocarte.
Pero yo sabía—
los zapatos gastados,
las manos siempre en los bolsillos,
como si el frío hubiera entrado primero por ahí.
Afuera, los diarios repetían nombres
que ya nadie quería escuchar,
la fila en la carnicería era larga
y el carnicero daba más charla que carne.
Las monedas pesaban en el bolsillo
como si fueran de plomo.
Nosotros éramos jóvenes,
y esa era la única excusa.
No tener futuro nos hacía valientes.
Bailamos en la calle como si no hubieran saqueado todo,
como si la noche no fuera una boca negra
esperando tragarnos.
Te llamé, Ailin, aunque no era tu nombre,
pero sonaba bien en mi boca.
Sonaba como un verano que nunca tuvimos,
como un país donde no había que correr.
Después vinieron los trenes,
las despedidas en andenes oscuros.
Vos seguiste tu camino,
yo volví al mío,
la historia de siempre.
Hoy escucho esa canción
y me pregunto si aún la bailás,
si en alguna ciudad con menos rabia
todavía existe la posibilidad
de ser jóvenes sin miedo.

Giovanni Battista Manassero
Escribo para encontrar lo extraordinario en lo cotidiano, entre el absurdo, la nostalgia y el mate bien amargo.
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