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"La Tristeza que Acompaña al Despertar"

"La Tristeza que Acompaña al Despertar"
Nuevo concurso literario en quaderno

Hay una tristeza que no se llora ni se grita, una tristeza que simplemente es, como una presencia muda sentada al borde de la conciencia. Nace cuando los ojos, ya cansados de soñar, finalmente aprenden a mirar sin filtros, sin cuentos, sin los adornos tiernos con los que nos entrenaron a vestir la vida. Y entonces, todo cae. No con estrépito, sino con el silencio terrible del desencanto.

Se descubre que la vida no es una travesía heroica, sino una sucesión de momentos diminutos que pasan desapercibidos hasta que se pierden. Instantes que no dejan cicatriz ni gloria, que no arden ni brillan, sino que simplemente suceden... y luego no están. Esa es la primera grieta: saber que el tiempo no construye nada, que solo consume.

Luego se deshace el mito del amor. No es la promesa de eternidad que tanto se repite, no es redención ni hogar. Es apenas un destello, frágil, casi absurdo en su belleza, tan breve que más parece una ilusión del hambre emocional que una verdad. No hay castillos ni “para siempre”. Solo manos que tiemblan al tocarse y que pronto se sueltan, no por traición, sino porque todo lo humano tiende a romperse.

Y si aún queda una chispa de esperanza, se dirige a la felicidad… pero también se desvanece. Porque no existe como refugio ni como estado duradero. Es una figura esquiva, un reflejo que se deja ver solo para reírse en el momento en que uno intenta alcanzarla. No se queda. No se deja amar. Es un suspiro que se extingue antes de que puedas nombrarlo.

En medio de ese entendimiento aparece una soledad distinta, no la del aislamiento físico ni la ausencia de compañía, sino la que brota cuando ya no queda nada a lo que aferrarse. Cuando cada verdad aprendida se ha descompuesto bajo el peso de una mirada lúcida. Es una soledad íntima, callada, que no busca ser llenada porque sabe que todo lo que podría ocuparla también será efímero.

Y sin embargo, no hay tragedia aparente. Todo sigue como siempre: el mundo gira, la gente ríe, el sol amanece. Pero uno ya no pertenece del todo. Ha visto demasiado. Ha entendido demasiado. Y en ese saber —tan vasto como estéril— se arraiga una tristeza tan pura que ya no necesita lágrimas. Porque esa tristeza, la más profunda, no duele. Simplemente acompaña. Como una sombra que ya no se puede separar del cuerpo.

Helbert Roberto Alexander Aroch Rodas

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