Hay veces en las que el insomnio consumía a voces engrandecidas a Lila. Daba vueltas en la cama, contaba mil borregos, pero ni el párpado pegaba. Tomaba remedios, vasos de leche tibia con azúcar para endulzarse el sueño. No funcionaba. Té de doce flores para calmarle el tórrido de las ideas que fluían como agua de mayo en su mente. Tampoco funcionaba. Era otra de esas quinientas noches en las que Lila no podía dormir.
Repasaba en su memoria sus palabras, su niñez: cuando se le cayó aquel vaso de agua frente a Roberto, cuando había eructado sin querer en aquel restaurante, cuando se extravió de pequeña y casi la raptan. Pero lo que más pensaba Lila era en quién era. Intranquila y removiéndose entre las sábanas, tenía calor para ser pleno diciembre. Claro, vivía en el sureste mexicano, nunca hacía frío.
De pronto, al empezar a conciliar el sueño, unos repiqueteos en su ventana le hicieron abrir los ojos como búhos silvestres. ¿Qué chingados serían esos repiqueteos?, se preguntó a sí misma, pero era demasiado cobarde para levantarse a explorar. De nuevo el suplicio mental de saberse una cobarde la transportaba a varias memorias en las que había actuado de esa forma.
Otra vez los repiqueteos. Quitó la colcha de su cuerpo empapado en sudor y, con miedo, se levantó corriendo por la habitación para prender la luz. Se quedó quieta unos momentos, repasando mentalmente lo que haría. Se inclinó hacia la ventana grande y removió, sacudió las cortinas, pero no había nada. Se alejó de los ventanales. Tal vez era una señal de que debía dormir lo antes posible.
Volvió a sumergirse entre las sábanas, que aunque le diesen calor, no podía apartarlas ni querría. Le daba miedo pensar que algo podía jalarle las patas, o alguien. Desde niña sentía esa inmensurable falta de seguridad que otros tienen en sus hogares. Tal vez por eso no podía dormir: no conseguía sentirse plena aunque lo tuviese todo.
Se dio vuelta y, quedando boca abajo, cerró sus ojos de borreguito cansado. Pero imaginó de nuevo. Volvió a sentir esa necesidad de seguir activa en su mente. Se preguntó qué haría su abuela en el vasto universo. Había fallecido hace un año. Aún la herida seguía abierta, no tan latente, pero seguía. Se preguntaba también si había sido ella la que había golpeado su ventana. Lila creía en lo paranormal. No por nada su hermano le decía que era un portal para estas misticidades. Era la única en su familia que veía todo lo que estaba fuera de lo común. Probablemente por eso también pensaba demasiado: pensaba que tal vez de esa forma podía buscarle respuesta a todo, aunque en realidad no la hubiese.
Se intentó acomodar otra vez, pero podía escuchar al mosquito volar, el ruido del aire acondicionado, los grillos contentos cantando en la oscuridad, los carros que pasaban por la calle, el perro de don Fausto ladrando, hasta la vibración de la luna.
Recordó que su mamá le había contado que desde que ella había nacido tenía el horario de sueño invertido. Es decir, Lila de bebé no dormía por las noches, cual especie vampírica. Prefería los días para poder descansar, y esto lo seguía llevando inherentemente en su ser. El día representaba un momento calmado para despojarse de toda preocupación de ser amenazada. ¿Por quién?, no lo sabía. Pero era un sueño tan profundo el que Lila alcanzaba, que hasta babeaba las fundas de las almohadas. Pensaban que era muy floja por dormir todo el día, pero no sabían que por las noches un caos eterno yacía sobre su vida.
Ahora que lo pensaba, la mayoría de sus recuerdos estaban instruidos por las noches. Eran muy pocos los recuerdos que tenía de algo en el día: casi inexistentes.
Tal vez, se le ocurrió de pronto, una idea. Su misma voz interna lo sabía, llevando a la superficie aquello que cala cuando duermes y tienes todo el cuerpo entumecido. Tal vez no podía dormir porque le perturbaba estar en la realidad: consumida, hecha trizas. Probablemente las noches eran su único escape, así como el lugar de los sueños, de los cuales tenía más recuerdos que de sus momentos despierta. Eso era verdad. Recordaba cada sueño: en donde se le habían caído los dientes, donde había sido madre, aquellos sueños en donde se había lanzado a un precipicio, donde se enamoraba, donde la amaban, donde incluso se había auto-disparado a sí misma. Pero casi no podía recordar las cosas que había vivido. Todo era demasiado fugaz e insípido. Solo anhelaba dormir para poder vivir, un placer que llevaría a la muerte a Lila.
Era tanta su necesidad de dormir que pataleó sobre la cama, enojada, histérica. Estaba cansada, ironía de la vida. Cerró los ojos por un último intento, porque su otra opción era volver a estar despierta hasta ver el amanecer.
Con los ojos cerrados comenzó a moldear sus sueños. Se concentró en pensar en instantes de luz, como si pudiese controlar toda su realidad alterna: la de los sueños. Se imaginó haciendo su día con cotidianidad: cocinando en las mañanas plátanos fritos con frijol y queso; cocinando por las tardes un rico caldo de pollo o un pozole sabroso; cenando unas tostadas o unos camotes fritos, limpiando su habitación, recogiendo su ropa, saliendo al jardín para limpiarlo. Y así, poco a poco, formaba la historia en su mente.
Al poco rato, Lila comenzó a sentirse pesada, con mucho sueño. ¿Qué era aquello que la hacía sentirse tan relajada? Se rió para sus adentros, sabiendo la respuesta: no tenía que hacerlo en la vida real, solo soñarlo. Pero, incluso eso la cansaba.
Y entonces se abría un mar intenso en su mente, como una lámpara del inconsciente que se manifestaba en su subconsciente hasta traerlo cual marea se asomaba en la arena de su ser. Ella estaba buscando ser una misma con todo, regresar al principio. No estaba atormentada. No es que no tuviese sueño o que fuese un vampiro. Ni siquiera era el peso de la realidad que se adornaba de cosas hermosas para distraerla. Era algo más significativo: una verdad que la arañaba todos los días. No pertenecía aquí, y se incomodaba por este hecho, porque era verdad.
Y entonces tenía que enfrentarlo: hacer del mundo su hogar.
Porque también tenía que ver con sus amores, su falta de satisfacción en el umbral. Cuando encontraba a alguien, le despojaba su humanidad creyendo que sería algo divino, perfecto e inmaculado. Lila vivía bajo reglas espirituales en un mundo material que no podría satisfacerla. Por eso perpetuaba el caos. No había paz. No dormía. No comía.
En un constante buscar y estar volcándose por dentro, halló la simplicidad de dicha respuesta. Tres meses después, una noche de marzo, primavera en todo su esplendor, donde las ideas florecen como campos sagrados.
Un detonante jugoso en sus entrañas la avivó, la hizo sentir otra vez, y todo cobró sentido. Si para ella lo externo nunca era suficiente, era porque su alma buscaba lo infinito. En ella resonaba un eco de insatisfacción en el mundo terrenal. Ella podía disfrutar de personas, placeres, relaciones, pero con el tiempo le eran insatisfactorios.
Buscaba algo inmenso.
Lila acertó: estaba hecha para ser ilimitada. Porque era un mar férreo que nunca termina de llenarse, era infinita y vasta. Una brújula hacia lo eterno.
Lila volvió a escuchar el repiqueteo en la ventana, pero ahora sabía lo que su alma necesitaba. Todo en ella ya no estaría vacío.
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