La tierra se agita

Clara, como el agua que resbalaba en el pasto y mojaba el suelo. La tierra se hacía barro, y en la esquina esperaba, viendo ampliamente la zona del arco. La tribuna parecía un oleaje de trapos y humo de colores. No quería moverse. La pelota, tan cerca y tan lejos. Lista para arrancar como para que se la arranquen. La barrera ya empezaba a agitarse, se distinguían empujones, codazos. Insultos por lo bajo, que contenían con la mano. Era de noche, y los reflectores creaban sombras múltiples, que la ponían nerviosa. El arquero abrazado a uno de los palos. Mirándola fijo, gritando a sus defensores. Conteniendo la respiración. Todos los ojos sobre ella y los de ella sobre la red, apenas distorsionada por la bruma. La llovizna no cesaba. Se inclinó. Vió a su viejo en la platea. Pitido del árbitro. Se acomodó y sin tomar impulso siquiera pateó. Decidida. Directo al arco. Esperaban un centro, en el banco amagaron a agarrarse la cabeza. Se atrevió a patear al arco. Tan confiada. No se achicó. Eso molestó y eso gustó. Más aún porque no hubo rebote, por el contrario, la pelota entró como alguien que pasea por el patio de su casa. Conociendo el terreno fue sola y a paso firme a clavarse en el ángulo. Como si esperara que la certeza le pase. Pasó. Gritó ese gol como si fuera el primero de su carrera, aunque ya estaba más bien terminando. Se abrazó a todos, festejó, se arrodilló en el piso, estiró su camiseta con el escudo al cielo y lo besó. Largamente, y sin despegar los ojos de entre las estrellas y las luces de algún avión, que sobrevolaba el estadio. Le pareció que su viejo lloraba, y no era para menos. Habían ganado. Y ella, además del partido, había ganado la presencia de quien hace años ya no estaba. Su abuela, la hincha primaria, la que no se perdía uno solo de sus partidos. Sonriendo, alentando con ella desde la lejanía del firmamento. Y muy adentro, en la calidez de su corazón.