Colgaban nuestras piernas desde el bordecito de lo que le sobraba a la terraza, que no era muy grande y estaba cercada por una reja negra. En su frente, un pedazo de algunos metros sobresalía, y algunas veces con Sofía colgábamos nuestras piernas que bailaban al tempo que les correspondía de acuerdo a nuestro estado actual. En la vereda de enfrente jugaban carreras algunos chicos de Victoria, desde la esquina hasta el primer o segundo auto. Sofía los miraba, se colgaba de ellos con sus ojos mientras, cada tanto, volvía a tomar un mate. Sin emitir comentario, gesticulaba constantemente. Yo me perdía en su lado, en su forma de mirar, en su mano apoyada en el borde y en sus uñas que golpeaban el cemento. Entender que el afecto no era cualidad necesaria, sino opcional y casi extraordinaria, había sido el trabajo de mi vida, y probablemente, sin siquiera saberlo ella me lo había afirmado.
—Van pisando entre las líneas de las baldosas —dijo Sofía, suspiró, tomó mate, continuó—. Creo que perdería si fuese a jugar una carrera con ellos.
Sofía refería directamente a su estado físico, y casi en tono burlesco acompañé las últimas palabras que pronunciamos esa tarde. A partir de aquel momento, los ruidos, las pausas, los golpes y el viento fueron exclamando por los dos. Mientras tanto, las manifestaciones absurdas —como ir pisando entre las líneas de las baldosas— se me fueron agolpando por dentro, y me imaginé compitiendo con los niños, en un principio de reencuentro con mi versión más primitiva, la que se refugia todo el tiempo. Hubiese perdido todas y cada una de las veces como ella. Sin embargo, el estado físico no hubiese aportado nada, yo me aseguro y le aseguro.
Irrumpió Sofía en mi relato interno golpeando el hombro con mi mate. Después apoyó su termo. Me acomodé entonces el buzo; ella tuvo un escalofrío por el viento, entonces me lo saqué al instante y se lo di. Me miró y se lo puso. Homeostasis necesaria: reencuentro del orden interno en un balance indescriptible. Entonces Sofía volvía a mecer sus piernas, ahora con sus manos por debajo del pliegue de sus rodillas y el borde de la terraza. Simbiosis melancólica justo en el crepúsculo, justo cuando ella cerró sus ojos y yo volvía a retomar el punto en que se habían cerrado los míos. Yo me aseguro y le aseguro, pensaba, que hubiese perdido con los niños todas y cada una de las veces no por la delicadeza de haberles regalado una victoria, tampoco iba por ese lado. Sino porque no compito muy bien todavía contra gente que mantiene vivos sus sueños, tan aferrados a un futuro que ni siquiera piensan.
Para ellos solamente hay calle, vereda y las ganas de ser maestro y astronauta. Sofía me había contado aquello después de haber jugado un rato con ellos ayer. Para ellos solamente el mundo está conformado de presentes y sueños; la única proyección sería entonces realizada. ¿De qué forma entonces podría yo competir?
Me alejé unos centímetros de ella, procurando que el espacio fuese suficiente como para dejarme caer de costado, reposando mi cabeza entre sus piernas.
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