Nunca voy a olvidar
cómo mi estómago se arrugó
y se estrujó
cuando leí ese mensaje:
“Sos un forro, Franco.”
Sí, ya sé.
Vivo conmigo mismo,
con lo horrible de mi espiral,
ese que, como un cangrejo
camina en línea recta
solo para volver,
y volver,
y volver a lo mismo.
Vuelvo a abrir la herida
que ya había aprendido a cerrar.
Vuelven las mismas palabras,
disfrazadas de cariño.
Sé que me tenés odio,
sé que querés rasguñar mi alma,
esa que pronto se encontrará desangrando,
desangrada por las navajas
que sacaron esas personas
que pensé que eran el oro de mi vida.
Pero no.
No eran oro.
Eran muertos volviendo a hablar.
Mismas personas,
mismas frases,
mismas actitudes,
distintas voces,
cuerpos,
vidas.
Escucho los mismos reclamos sin sentido
porque yo ya cambié,
ya mejoré,
ya existo.
Existo.
Lamentablemente sigo vivo.
Sigo recitando poemas
en vez de estudiar cosas
que no me despiertan
ni el mínimo interés al leer el título.
Pero no puedo perder el interés
cuando la muerte me saluda
despacito,
con calma,
con frío.
La vida me grita que aprenda.
Pero,
¿cómo aprender
si solo aprendí a dar
mil oportunidades?
Soy un forro
si digo que no.
Entonces aprendí
a sostener el hilo
que silencia mi boca.
Soy un forro
porque solo sé gritar,
pero gritando me lastimo.
Sé que cuando grito
llamo la atención,
y mis marcas
lidian con las miradas
que esperan que así desaparezcan,
entre asombros dramáticos
y susurros sin empatía.
No hay nada más lindo para ellos
que criticar
cómo tuve que lastimarme para aprender,
mientras vos seguiste
la línea trazada para vos:
recta,
cuadrada,
sin mirar a los costados.
Yo sí miro.
Yo sí pregunto.
Yo grito.
Y si me callan,
pateo.
Quiero entender.
Quiero atención,
y quiero todo
lo que dicen que es malo.
¿Por qué es mala la atención?
Yo la quiero.
Quiero que sepas cuántas pestañas tengo, mis flores favoritas,
que aprendas mis gestos mínimos:
cómo levanto los dedos al tomar té,
cómo mi respiración se acelera
cuando un ruido es fuerte.
Quiero ser notado
porque yo noto a los demás.
Sé cómo actúa la gente que me gusta,
qué chistes guardar
para repetirlos después,
qué actitudes evitar
para no enojarlos,
qué pensamientos míos
nunca mencionar.
Como con vos, mamá.
Aprendí cada paso.
Una lista infinita
para no hacerte fruncir las cejas.
Afiné mi oído
para que, al oír tus pasos,
empezar a esconder todo
con precisión,
con rapidez.
Hasta que un día
se cayó la taza.
El ruido.
Tus tacones.
Tu carrera hacia mí.
La taza rota.
Rota como yo.
En muchos pedazos.
Ya no se puede arreglar.
Hay piezas que se perdieron.
Perdí mi infancia.
No estoy loco, mamá.
Hay fantasmas en mi vida.
No quiero que me encierren
a hablar con ellos.
Son malos.
Quieren llevarme con ella:
la que me susurra,
cuando me acuesto,
que agarre la navajita
y corte el silencio.
Y se escucha un grito agudo:
mi grito.
Ese día que te necesitaba.
Mi cara salada,
mis labios temblando,
mi respiración rota,
pidiendo un abrazo.
“Mamá, dame un abrazo.”
“Mamá, por favor.”
“Mamá, quiero tu amor.”
¿Por qué todos lo tienen
menos yo?
Y ahora querés corregirme,
decir que eso no es amor,
pero es lo único
que sé conseguir
en este lugar embrujado.
Aprendí a querer rogando.
A gritar por un abrazo
que nunca llegó.
A rogar contacto.
A rogar atención.
Le pido a Dios
que, si me mira,
me libre de esta profecía.
No soy el soldado
que espera.
No soy el que logra todo.
No soy el que aguanta las lágrimas.
Soy el que llora en clase
cuando hablan de familias perfectas,
el que se queda sin vista
por ese líquido salado.
Poco a poco,
la tristeza se adueñó de mí.
¿Quién soy
si no soy triste?
Tal vez sí tenga una personalidad.
Tal vez por eso ahora me querés, mamá.
Y tranquila:
voy a seguir este papel.
Tus abrazos falsos
y tus “te quiero” lejanos
me están ganando.
No te vayas ahora.
Puedo amoldarme.
Puedo tirar mi honor.
Puedo lavarme con agua bendita.
Puedo hacerme puro.
Solo para vos.
Para que me quieras.
Para que me idolatres.
Para ser tu hijo.
Pero como ya te fuiste
hace mucho,
voy a buscar amor en otros
que me quieran como vos.
El amor inexistente me está matando.
Quizás este sentimiento
nunca se vaya,
nunca toque mi puerta.
Solo queda imaginar
que un día la muerte vuelva,
y esta vez no susurre,
sino que venga con flores:
rosas llenas de espinas.
Porque aunque duela,
tal vez ella
sea la única verdad.
Voy a romantizarla:
que no me mienta,
que no me maltrate
con falsos “te amo”,
que me golpee la espalda con odio
por cada fallo.
Lloraré en sus piernas suaves,
suaves como las mentiras
de todos los que dicen quererme
y, al ver el monstruo,
huyen.
Pero solo conocieron
mi superficie:
la que no pide cigarrillos,
la que no llora en brazos ajenos,
la que nunca se rompe frente a nadie.
Soy un fraude.
Una vez encontré a alguien
que lo hizo todo.
Me odió
y me amó
en partes iguales.
Pero con licor barato
tuvo que escuchar
mi profecía.
No quiso ser la excepción.
Se fue.
No importa.
Puedo solo.
Domingos.
Un té frío y amargo
abrazado con mis manos
como si fuera lo último vivo que tengo.
Me saco la sonrisa,
aunque sea falsa.
¿Para qué mostrarme la luz
si la vas a tapar
con una cortina
que nunca voy a poder correr?
No vuelvas.
No quiero ver la felicidad
que imponés.
No la merezco.
Aunque quisieras salvarme,
creo que debí ser más fuerte
y no dejarte entrar.
Mentira.
Volvé, por favor.
Me arrodillo.
Me saco el maquillaje.
Me corto el pelo.
Hablo menos.
Coso mi boca.
Está bien,
si no soy interesante.
Vos sí.
Vos tenés vida.
Yo no.
La perdí hace rato.
Vivo para otros.
Vivo a fuerza de una pastilla:
esa que me revive un ratito,
esa que me mata
despacio.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.


Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión