Una súplica pequeña, tal vez
nada más que la cáscara de un loto,
llenando la distancia entre el suelo
y la planta de tus pies.
No puedo caminar,
no puedo ver más allá
de lo que tengo enfrente.
Me acuesto, pero no lloro,
transportada en el espacio por mariposas.
Navego sobre un terreno de plumas,
dejando caer frases como “he estado en peores”, “he estado en mejores”, “ya he vivido esto…”
Cariño, hay santidad en mi reino
que nos aparta del mal.
Si cruzas la puerta, no habrá nada bueno
porque afuera acechan demonios.
Desde fuera, mirando hacia adentro,
cada dedo se agita, el corredor
usa pantalones largos y vaga sin rechazos.
Tus manos, que eran sol en invierno,
en verano tenían la frescura insustancial del agua. Un rostro tierno reclamaba mis palmas,
cuando oscurecía por los cuartos,
las noches me llevaban.
Quisiera, al venerarte,
olvidarme de mí.
Demasiado lo sé, Buenos Aires,
vos que dictaste el himno más heroico
y el verso más amado:
estos alejandrinos no son dignos de vos.
No quiero alejarme de tu lado y volver,
como la rosa sobre el rosal, que
bajo distintos cielos retorna para ver
la dicha deslumbrante reaparecer, venturosa.
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