Ella recuerda a este niño que tenía mucha hambre, era su hermanito menor.
A ella le gustaba contar, tenía claro cuantos días componían su vida. Sin embargo, le pesa que en los últimos momentos perdió la cuenta.
Piensa en el número aproximado, unos mil trescientos días. Apenas sabía hablar ese pequeño.
Dicen que la muerte más dolorosa es ser hervido. Que primero se desintegra la piel, los músculos, los órganos y los huesos. Así, en orden, lentamente, paso a paso.
Lo escuchó por ahí alguna vez, o quizás aprendió esa idea cuando conoció el rostro del dolor.
Era un pequeño hambriento, gordito a pesar de que no comían más que sopa en esa casa. Su madre decía que las verduras hervidas eran lo más simple, lo más rápido.
Pero no soporta ese olor a carne, no soporta ese sonido, cuando empieza a hervir el agua. No lo soporta.
Bájate de ahí, mierda. Tan hambriento este cabro hueón.
Pero él tenía tanta hambre, y cómo alivia el hambre quién aún no puede hablar.
Nunca le gustaron los gritos, ni el olor a sopa, ni el olor a cigarro, ni la humareda caliente y sofocante en la cocina.
Nunca le gustó el tintineo de la loza ni los tirones de cabello, ni los golpes, ni la cebolla recién picada.
Nunca le gustó el llanto que venía después.
Pero recuerda lágrimas y un grito desgarrado. Una madre deformada, una parálisis en su cuerpo.
Por sobre el dolor el agua hirviendo, y por sobre el llanto el recuerdo de un niño hambriento.
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