Pueblo “La llanura”, 1840, Argentina.
Esa noche, la casona de los Arismendi estaba irreconocible. Ya no era un lugar brillante y concurrido. Ahora apenas podía divisarse una ligera luz de vela a través de las cortinas. Así había sido durante los últimos nueve meses.
La noche estaba silenciosa, oscura y sin luna. Y la gente del pueblo impaciente, expectante. Como alguien asustado a la espera de que un animal salvaje salga de la oscuridad del bosque a atacarla.
Y tal vez eso era precisamente lo que temían.
Pues hacía nueve meses que corría el rumor de que la señora del gobernador había quedado embarazada por séptima vez. Años atrás que ya había dado a luz a varios varones. Todo el pueblo temía, todos susurraban, y algunos hasta atacaban: en su vientre se estaba gestando un futuro Luisón. Un hombre-bestia que, según la leyenda, nacería como el séptimo hijo varón de cualquier familia.
El miedo llevó a que una muchedumbre se amontonara en torno a la casa: mientras algunos golpeaban la puerta y amenazaban con tirarla abajo y sacrificar al “monstruo”, dentro de la casona los golpes resonaban en la cabeza de la señora Arismendi como una explosión. Intentaba concentrarse en la voz de la matrona:
—¡Relájese, relájese, respire!
Pero el mal humor de su marido no la ayudaba a tranquilizarse.
—¡Ahora quieren entrar! ¡Ese montón de supersticiosos, ignorantes…!
—Santiago, bajá la voz ¡Por favor!
—¡Pero no te das cuenta de que esto nos puede costar todo! ¡Estos ignorantes piensan que va a nacer una bestia, vamos a convertirnos en unos malditos por una ridícula superstición!
Mientras su dolor de cabeza aumentaba con los gritos de su marido y su cuerpo ardía, la señora reconocía que también tenía miedo, al igual que su pueblo. Sólo que jamás se lo admitiría a su marido, no vaya a ser que la viera como a una loca y la dejara.
Mientras intentaba pensar en algo para olvidar su dolor de parto, recordaba esos relatos lejanos donde el Luisón aparecía de noche en los cementerios y devoraba los cadáveres de los ya difuntos. Recordaba quedarse despierta a la noche, mirando por la ventana a oscuras, a ver si el Luisón aparecía. No estaba segura de porqué lo hacía. Pero notaba que ahora estaba igual de asustada y expectante que aquellas veces.
—¡Ahora puje!
Pensó que, de todas formas, debía cuidar y amar al “hijo monstruo”, como todas las madres lo hacen.
—¡Ya casi!
¡Jamás sería como ella…!
Con un último esfuerzo, después de tantos gritos y golpes, de repente un mudo silencio se apoderó de la noche. Pareciera que, todos, dentro y fuera de la casona, se congelaron. El último minuto de espera antes de la imaginada tragedia.
El primer sonido que irrumpió en la mudez de la noche fue ese que en realidad era el único que importaba: el llanto del bebé.
Y el segundo fue la voz clara y extasiada de la matrona al anunciar: ¡Es una nena!
Al grito de la matrona se abrieron de par en par las puertas de la casona de los Arismendi. El pueblo respiró aliviado. Lo que antes fueron insultos y amenazas, ahora se habían convertido en felicitaciones y bendiciones.
Cuando el señor Santiago salió a saludar a la gente, una de las mujeres presentes preguntó:
“¿Cómo le van a poner?”
El señor volteó a ver a su mujer, dolorida pero serena, semejante a como se ven los santos durante sus martirios en los cuadros, exclamó:
—Dolores, como la madre.
Ya sea, por ser la única oportunidad de homenaje a la madre, ya sea,
por las circunstancias del nacimiento, así es como nació a quien llamarían Dolores, la Bendición, en una noche oscura y sin luna acompañada, primero con el miedo y luego, con la alegría del pueblo.
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