La rotonda
El auto se detuvo lentamente, buscando arrimarse lo más posible al cordón. Las balizas titilaban. No se llegaba a ver quién manejaba. Bajaste de la puerta trasera, del lado de la calle. Los bordes de tu vestido largo -¿de novia?- acusaban el uso. El barro de la vereda también le dejó su huella, agrisándolo aún más. El cielo hacía juego con tu vestido y remataba la imagen el viento que arqueaba y hacía crujir los tilos. Te tambaleabas un poco al caminar: quizás por los zapatos que se hundían en el suelo blando de la vereda. Mantuviste la frente alta mientras esperabas a que tu mamá bajara del auto. Su cara sajona de ojos licuados asomó mientras se incorporaba y te decía algo. Caminaron luego hasta la puerta del acompañante, la abrieron y ayudaron a tu papá a bajar, tomándolo de las axilas. Sacaste el bastón y se lo pusiste en la mano hasta que lo apretó. Una de cada lado, caminaron los tres la media cuadra que los separaba de la reja tan extensa como el frente de la propia casa. El vestido se te pegaba a las piernas por el viento y los tilos entrelazaban su pelusa en tu pelo. La pelusa era del mismo color que tu pelo y había algo de tilo en vos o algo tuyo en esos tilos. No les resultó tan sencillo encontrar la llave adecuada; de alguna manera estaban volviendo a un lugar que habían abandonado. Atravesaron la puerta-reja y las lajas del piso afirmaron tu andar, afirmaron el andar de tu papá, cuyo bastón empezó a prestar una utilidad real. Te animaste a soltarlo; lo hiciste de a poco, comprobando que podía sostenerse sin tu ayuda. Volviste sobre tus pasos a cerrar la reja; el color de las lajas era el de tu vestido, era el de las nubes. Las rejas verdes salpicadas de óxido chirriaron y el golpe que confirmaba el funcionamiento de la cerradura sonó definitivo y le dio un marco al cruce de nuestras miradas. La ascendencia sajona se hizo ver en la inmutabilidad de tus facciones, pero tus párpados bajaron apenas lo suficiente para darle a tu expresión la inequívoca apariencia del desprecio. Me sentí un voyerista descubierto en pleno acto. Bajé la vista mientras mis manos rebuscaban en los bolsillos: un cigarrillo, el celular, algo que decir.
Los perros albinos salieron corriendo hasta la reja: tus papás habían abierto el portón que comunicaba frente y fondo de la casa. Parados en dos patas, me miraron en silencio y en sus ojos podían verse los ladridos que la sordera les impedía exteriorizar. Puse un cigarrillo entre mis labios pero esta vez no pude dejar de mirar. Vos ya te habías dado vuelta. Tu vestido se arrastraba peinando las lajas, confundiéndose con ellas y con el pelaje sucio de los perros que ahora saltaban a tu alrededor, festejando en silencio tu regreso. Caía de tu pelo la ceniza de los tilos empujada por el viento que se llevaba la pelusa de mi cigarrillo, el humo de los perros.
Una gota, algún rocío.
Ya estabas llegando al final del pasillo, al portón que unía el frente con el fondo de la casa. Te volteaste y el vestido de lajas chispeó en los bordes al girar. No llegué a distinguir tu expresión, aunque todavía adiviné el desprecio, los párpados a media asta. Con un chasquido, tus ojos se fijaron a los míos y sacaste de a poco los brazos por debajo de los breteles que cargaban el peso del vestido y de las lajas sobre tus hombros, dejando que se deslizara hasta descubrirte el vientre. Una cicatriz en forma de percha rodeaba tu ombligo. Los perros eran gárgolas cenizas, sentados uno a cada lado de tu cuerpo. Abrían y cerraban la boca. El esfuerzo del ladrido no ladrado hacía que la saliva se escapara en largos hilos. El viento los enredaba con la ceniza de tu pelo, con la pelusa de mi cigarrillo. El humo llovía sobre tus tetas, sobre la percha de tu ombligo.
Algunas gotas, un rocío.
Recorrí con tu dedo la cicatriz triangular, me detuve en la depresión del ombligo. Apagaste mi cigarrillo contra un tilo. Sentí en el dorso de tu mano la tibieza de una lengua albina.
Dejaste de mirarme, te subiste el vestido. Dejaste de mirarme: un chasquido. Atravesaste el pasillo que comunicaba frente y fondo de la casa. Ya del otro lado, cerraste el portón. Un golpe definitivo. El viento movió las lajas y trajo el sonido de un ladrido.
Las gárgolas cenizas
la pelusa del ombligo
laja y tetas
chispa y tilo
el humo de tus hombros
la percha de tu vientre
el vacío en los bolsillos
las rejas de tu casa
una gota, algún rocío.
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