Llegó a la ciudad un sábado, la mañana estaba muy gris y húmeda para decir que era un día ameno. Caminaba apresurado por la vereda, tratando de encontrar un reparo a la llovizna que caía fuerte y sin intención de menguar en un buen tiempo. Y aunque la valija (artefacto necesario para cargar lo esencial para sobrellevar sin problemas el fin de semana de viaje) tenía ruedas, no hacía más que atrasarlo. Porque si bien era una maleta grande, la manija para poder llevarla rodando era corta, haciendo que tenga que encorvar la espalda para poder llevarla sin chocar en sus talones. Por lo que era preferible llevarla como maletín en una mano, cargando todo el peso en un costado, es fuerte y ese pequeño peso muerto colgando a la derecha generalmente no es un problema. Pero a la hora de correr automáticamente se convertía en un inconveniente, evolucionando a obstáculo considerando la lluvia, y el esfuerzo físico que el cuerpo hace para no patinar en las veredas.
Pero no se quejaba, ya que para él estaba haciendo esa escapada que necesitaba. Serían 5 días de él y la ciudad, recorriendo Buenos Aires como turista, paseando por teatros, bares, cines, entre tantas otras actividades que la ciudad que no duerme promete.
Si bien considera este un viaje de placer, no es enteramente cierto. La verdad era que debía concretar un negocio con un cliente importante, luego podría disfrutar del tiempo a sus anchas.
Debía reunirse a las once en un café en La Recoleta, pero la lluvia lo atrasó más de la cuenta. Ahora debía conseguir un taxi, pero por lo mismo, la lluvia ocupaba todos los coches en gente que llegó primero que él.
Cerca de las 10:30, ya algo preocupado de que tenía que dirigirse a La Biela, que se encontraba a unos escasos diez minutos en auto, o a treinta y cinco a pie. pero esta lluvia lo retenía atado a esa pared, haciendo micropasos hacia atrás, como si esos movimientos casi espasmódicos evitaran mojarse un poco menos que la punta de sus zapatos de charol, viejos pero muy cuidados y brillosos.
La hora de la reunión era cada vez más cercana, y él pensaba en todo lo que podría perder si no lograba ese contrato. La imprenta era grande, y tenía muchas ventas, pero también era cierto que no contaban con la misma cantidad que años anteriores. La venta de libros bajo demasiado en la última década, la mayoría de las personas ya ni siquiera leen, simplemente esperan a que alguna de las tantas plataformas de stream saquen la película o serie, mientras se dedican a hacer cualquier otra cosa.
Él debía cerrar este trato, jamás perdió uno, y menos uno tan grande como este. Su principal talento era charlar, si, simplemente charlar. Antes esto era una de tantas cualidades, pero en este rubro la capacidad de hablar y generar una charla realmente interesante era crucial para envolverlos.
Recordaba cómo entró a trabajar ahí, como pasante, y con la esperanza de poder publicar sus propios textos algún día. Amaba escribir, el “tac-tac” de la Olivetti que le dejó su abuelo era extasiante. Todas las noches escribiendo cuatro o cinco horas sin pensar en el tiempo que pasó. Solo él, la máquina celeste y su café.
Con el tiempo pasaron a ser dos horas, luego una. El tiempo pasó más aún, y con él llegó su novia, que luego fue ex-esposa. no sin antes haber dejado a tres hijos de por medio, que amaba con fervor, tanto como amaba escribir, cosa que últimamente ya solo podía hacer una hora a la semana. casi lo había abandonado, como había abandonado al café. que ahora lo reemplazó por cervezas baratas.
Que daria por tener ese tiempo otra vez, esas horas de madrugadas para escribir. Pero tampoco lo tenía para la reunión. Debía reunirse en quince minutos, y no dejaba de llover. Todos esos planes de cines, teatros y cafés se escurrian como el agua de las cunetas. Solo pensaba en cómo podría buscar otra venta similar. como podría hacer para que el cliente lo esperase, ya que tampoco tenía el número. Luego veía como caían los pequeños chorros de agua por el pequeño techo de lona del kiosco donde se refugiaba y pensaba: “en otros años hubiese escrito algo de esto”. La lluvia pone sensibles a muchas personas. Su mundo de poeta ya no era tan perceptible como en antaño, y extrañaba poder ver las lágrimas en las gotas que rodaban por la parte externa de los vidrios, ahora solo veía esas gotas que rogaban no entren por las ranuras del techo, reparar los problemas de humedad en la casa son carísimos.
trató de pensar en una poesía:
“Triste caer de otros mares,
de otros tiempos,
de amores y promesas
a orillas de una inmensidad de ilusiones.
Culmine despertar
de un vapor agonizante,
en algo más vivo,
en vida misma.
en vida dada
en vida eterna,
Vida del tiempo
El tiempo vivo
El tiempo mismo
El tiempo dado
El tiempo eterno.
Tiempo que tuve
y ya no tengo…”
En este preciso momento volvió a su realidad de negocios, casi no tenía tiempo, eran ya las diez cincuenta y nueve. y la fila de personas en la patada del taxi no había disminuido en los últimos diez minutos.
Pensaba en que si tuviera una máquina del tiempo volvería solo 20 minutos atrás, para tener tiempo de arreglar este desastre, pero luego pensó que en lo trillado de su idea. Antes hubiese imaginado una idea realmente fantástica, su imaginación había disminuido con el pasar de los años, el tiempo comió esa parte de él que traía imágenes de otros mundos, de otros reinos. Hoy no podía ver más allá de su próxima reunión, o factura por pagar.
Mirando a las gotas cayendo, con la mirada perdida pensaba en todo esto cuando escuchó una conversación a unos tres metros de él:
-Que lluvia de locos.
-Ni que lo digas, para colmo mi señora puso huevos esta semana, me tiene podrido, decí que aprovecho a salir días como este, sino me como todo el garrón ahí adentro todo el día.
-que mal, por eso yo no me casé.
Lo peculiar de la charla, llamó poderosamente su atención, y sin querer ser indiscreto trató de buscar el origen de la charla.
Miraba a las personas pero no encontraba quien hablaba a pesar de escuchar claramente las voces.
-No sabes lo buena que se puso la fuente de Los Granaderos…
-Seguro, hace rato no voy para allá.
-Si, la limpiaron la semana pasada.
El hombre seguía la búsqueda con la mirada cuando terminó pasándose en el borde de la calle. Dos sapos parados en sus patas traseras, mirando a la calle, apoyados en un codo. Solo les faltaba el cigarro, si no fuera que el humo del tabaco es letal para los sapos.
-Igual te digo, tantas falta hacía la lluvia, pero rompe un poco las bolas.
-si, yo no me quejo igual. Pero el viejo que para en la basílica la pasa fulero, che.
-Y bueno… no podemos hacer nada.
-Pero bueno, al menos acompañamos.
-Y si, es más que todas éstas personas, que andan como zombies, atrás de la plata.
-¿te imaginas perder las ganas de vivir?
-¿te referis al suicidio?
-parecido… pero me refiero a las ganas de vivir tus sueños, o simplemente hacer lo que realmente te gusta.
-Yo como moscas…
-No, más que eso. Imagínate perder las ganas de ir a la fuente de los granaderos, o la de charlar con el vago de la basílica. solo por atrapar moscas para otro, y que te de 2 o 3 para vos.
-¿te imaginas? que patético sería.
-¿Ese flaco nos está mirando a nosotros?
Entonces el hombre notó la mirada inquisitiva de los sapos, con un cierto aire humano en esos anfibios, que lo veían directamente a los ojos. La mirada interrogante de ambas especies se chocaban inquietas entre sí, pensando nerviosos en su próximo movimiento.
El sonido del teléfono lo hizo medio escapar de esa incómoda situación. Cuando atinó a agarrar el celular, los sapos salieron a toda velocidad bordeando el cordón de la calle.
-¿Hola?- dijo aún consternado por lo sucedido al celular que apoyaba en su oído derecho.
-¿Se puede saber dónde mierda estás? Me acaba de llamar Baigorria diciendo que lo dejaste esperando una hora, y para colmo no apareciste. Me habló de nuestra falta de profesionalismo, y que iba a hablar con otra editorial. ¿Qué estabas haciendo?. Hace dos horas me avisaste que llegaste. ¿Qué hiciste?
-Perdon… es que… los sapos… yo…
-¿que? ¿Estas hablando enserio? no te molestes en volver a la editorial, nosotros te mandamos el telegrama…
Entonces cortó. Él se quedó mirando la calle, el sol ahora brillaba fuerte. nadie esperaba taxis, ni buscaba refugio. Sin darse cuenta estaba sentado en la vereda, las mangas de sus pantalones estaban húmedas hasta las rodillas. Su reloj ya marcaba las dos de la tarde, no notó el tiempo que había pasado. Buscó a los sapos de la calle y los vió a media cuadra de distancia:
-¿qué le habrá pasado? pobre tipo.
-¿qué importa? Deja de pensar en todos todo el tiempo, nadie se acuerda de vos.
-Bueno, qué sé yo. soy así…
El hombre solo las vio alejarse. Luego abrió su equipaje, sacó una carpeta y de dentro sacó el contrato que debía hacer firmar. buscó un poco más en la carpeta y encontró la lapicera. Entonces volteo el papel y en la parte en blanco empezó a escribir.
“Llegó a la ciudad un sábado, la mañana estaba muy gris y húmeda para decir que era un día ameno. Caminaba apresurado por la vereda, tratando de encontrar un reparo a la llovizna que caía fuerte y sin intención de menguar en un buen tiempo…”

Rodrigo Romero
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