En el principio fue el Verbo, eterno y puro,
nacido en la eternidad del Padre, sin tiempo,
y en la vastedad del ser, donde todo es uno,
Él contempló la grieta: la caída, el lamento.
Hombre se hizo el Dios que nunca duerme,
en un pesebre humilde, en la sombra de la tierra,
y con el peso del barro que aflige y quiebra,
caminó entre los suyos, sabiendo su suerte.
¿No era el Amor lo que latía en su pecho santo?
El Amor que traspasa lo finito y lo inmenso,
el Amor que nos llama desde el fondo del tiempo,
y en la cruz se revela como el mayor canto.
En Getsemaní, el Hijo del Hombre lloró en silencio,
ante la copa amarga del pecado y su eco.
Pero no hubo titubeo, ni un instante incierto:
la obediencia fue su senda, y la muerte su verbo.
El madero aguardaba, como juicio y como templo,
y en cada golpe, en cada espina, en cada ruego,
era nuestra carne la que dolía, nuestro miedo,
y Él, sin reproche, abrazó el destino del siervo.
Crucificado entre cielos y tierra, entre tiempo y eternidad,
el Dios que sustenta los astros, la vida, la verdad,
se hizo pequeño en el tormento de la humanidad,
y expiró, entregando su espíritu a la inmortalidad.
Pero no fue el fin, no la sombra oscura y ciega,
porque la Vida no conoce el polvo de la muerte,
y en el tercer día, la piedra ya no es fuerte:
el sepulcro vacío proclama que Él reina.
Resucitó, y en su luz brilla la nueva creación,
el Hombre redimido, liberado del pecado,
la muerte derrotada, el Amor revelado,
en el Verbo encarnado, Dios y salvación.
Así fue su entrega, el misterio insondable,
el Amor que nos redime en lo inefable.
Jesucristo, que en la cruz se ofreció sin medida,
es la llave que nos abre la puerta de la Vida.
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